Tema 5


Capítulo 5

UN MODELO DE DIAGNÓSTICO

PSICOPEDAGÓGICO

 

0. INTRODUCCIÓN.

 

Elaborar un modelo propio de diagnóstico psicopedagógico quizás sea el más ʺcomprometidoʺ de un proyecto docente, ya que se trata de proponer un modelo de evaluación psicopedagógica concreto, fundamentado teóricamente, de un lado, y capaz de orientar la práctica profesional, de otro, dado el carácter aplicado que consideramos que tiene nuestra disciplina.

No pretendemos que nuestra propuesta sea considerada como un modelo excluyente, ni creemos que sea una propuesta acabada, definitiva y exhaustiva, pues son muchas, como hemos tenido ocasión en los capítulos precedentes, las polémicas no resueltas en este campo, tanto relacionadas con la evaluación como, sobre todo, relacionadas con cuestiones de fondo que, inevitablemente, atraviesan cualquier concepción evaluativa: la evaluación psicopedagógica no es una actividad técnica independiente del análisis y posicionamiento teórico de la persona que la lleva a cabo, sino una aplicación de éstos, como hemos señalado repetidamente.

 

1. OBJETIVOS, PRINCIPIOS Y LÍNEAS DIRECTRICES DEL DIAGNÓSTICO PSICOPEDAGÓGICA.

La evaluación psicopedagógica es una actividad cuyas características básicas y líneas directrices dependen radicalmente de la finalidad que se le otorga dentro de un modelo educativo y de orientación determinado; así en los modelos más tradicionales podemos observar que, en líneas generales, se ha definido como un examen del individuo encaminado a detectar cuáles son tales déficits o dificultades.

ʺSe ha entendido que el niño que no aprende tiene un problema que, frente a los demás niños de su misma clase o nivel, aparece como una falta de capacidad para el aprendizaje (...) Incluso en ausencia de un déficit evidente, la causa de un rendimiento inadecuado ha querido buscarse en el niño, centrándose en funciones psicológicas menos evidentes u objetivables a través del diagnóstico. En todo caso, el problema del diagnóstico era descubrir la incapacidad e identificarlaʺ (García Pastor, 1993:108). Y es que se partía de tres supuestos básicos:

(a) Con respecto al aprendizaje, era entendido como un proceso determinado, en lo esencial, por las aptitudes y rasgos del propio aprendiz.

(b) Con respecto a la enseñanza, se daba por supuesto que el currículo escolar era algo dado e inamovible, de modo que cuando un alumno o alumna dado no progresaba de acuerdo con las expectativas previstas en ese currículo de lo que se trataba era de diseñarle otro alternativo más

ʺajustadoʺ a sus características.

(c) Con respecto a la orientación educativa, se entendía básicamente como una actividad técnica y paralela a la acción educativa ʺnormalʺ, en gran medida dedicada a planificar y proporcionar ese currículo alternativo al que nos hemos referido.

Los cambios de concepción acaecidos en las últimas décadas en el aprendizaje y desarrollo, enseñanza y orientación; no podían dejar de traer aparejada una transformación equivalente en nuestro modo de entender la evaluación psicopedagógica, que aparece ahora como una herramienta más de trabajo en un modelo de orientación que puede caracterizarse como preventivo, ecológico, dirigido al desarrollo y fundamentado en una concepción interaccionista de la relación entre el sujeto y su entorno (Anaya, 1994).

Como ya hemos señalado, en una orientación educativa con estas notas características,  se precisa una evaluación psicopedagógica capaz de fundamentar la toma de decisiones acerca de las medidas más oportunas, para potenciar al máximo posible el desarrollo integral de todos los alumnos y alumnas en los contextos educativos más normalizados posibles, a partir de un análisis riguroso de las interacciones entre aquellos y su entorno social.

La evaluación psicopedagógica debería cumplir, así, una finalidad esencialmente formativa, de sustento de la práctica (Cronbach, 1975; Pérez Juste, 1989; Garanto, 1990; Anaya, 1994), ser antes que nada un instrumento para la mejora de la acción educativa de todo el alumnado, colectiva e individualmente considerado, pues incluso cuando se centra en las eventuales necesidades especiales de un niño, niña o joven en particular ha de tratar de situar la respuesta a esas necesidades en el marco de la acción educativa ordinaria (García Pastor, 1993; García Vidal, 1993; Glez.Manjón, 1993; Porras, 1998).

Está claro que la mera descripción de una realidad determinada, o su clasificación, no son ya los objetivos inmediatos de la evaluación, como venía ocurriendo en la práctica tradicional; a lo sumo, podrían considerarse como pasos intermedios para las dos tareas que resultan inexcusables cuando pretendemos fundamentar la toma de decisiones educativas y hacerlo no desde la intuición, sino desde el conocimiento científico: la explicación de la realidad examinada y la realización de predicciones: ʺExplicación y predicción, siempre unidas en esta secuencia concatenada- constituyen cometidos inmediatos del diagnóstico que, lejos de considerarse como fines en sí mismos, están dirigidos a fundamentar la toma de decisiones sobre las actuaciones orientadorasʺ (Anaya, 1994:64).

Una de las consecuencias más relevantes desde el punto de vista práctico ha sido, sin duda, que la evaluación psicopedagógica ha dejado de considerarse como algo paralelo a la evaluación educativa, en general, para pasar a considerarse como un tipo peculiar de ésta e, incluso, como una especie de estensión de la evaluación ordinaria, en la medida en que desde los años sesenta se ha ido imponiendo poco a poco la idea de que la evaluación auténticamente educativa ha de ser, por definición, formativa y orientada a la toma de decisiones.

A nuestro juicio, lo que ha ocurrido es que se ha dado en estos últimos años un doble proceso:

(a) De un lado, frente a anteriores conceptualizaciones más estrechas y reduccionistas, se ha redefinido la evaluación educativa como ʺel acto de valorar una realidad que forma parte de un proceso cuyos momentos previos son los de fijación de las características de la realidad a valorar y recogida de información sobre las mismas, y cuyas etapas posteriores son la valoración y la toma de decisiones en función del juicio de valor emitidoʺ (Pérez Juste y García Ramos, 1989:23), de forma que este elemento curricular ha asumido una dimensión que se había atribuido al ʺdiagnósticoʺ.

(b) Al mismo tiempo, se ha extendido y reformulado el concepto tradicional de diagnóstico psicopedagógico en términos de ʺevaluaciónʺ psicopedagógica.

Como consecuencia de este doble movimiento, se ha producido una confluencia entre dos actividades que, hasta este momento, habían discurrido por caminos separados y que ahora podemos contemplar desde una perspectiva global unitaria, que ya hemos descrito refiriéndonos a la evaluación educativa como un continuum con diferentes ʺmomentosʺ que denominamos evaluación  ordinaria, evaluación asistida, evaluación compartida, evaluación psicopedagógica propiamente dicha y evaluación multidimensional (Gª Vidal y Glez Manjón, 1998a).

La propuesta, desde luego, no es nueva, ya que REED y SCHACHTER (1978) planteaban algo muy similar cuando, en el marco del proceso de elaboración de los Individualized Educational Plans, distinguían entre un período ʺprereferral ʺ (pre-derivación), en el que los propios profesores profundizarían en la evaluación ordinaria de las dificultades de aprendizaje manifestadas por el alumno y tratarían de ajustar la respuesta escolar a sus necesidades y características,  y una etapa posterior que vendría a coincidir con nuestro momento de evaluación psicopedagógica.

En una línea similar se expresan también Ruiz i Bel (1988) o Blanco y otros (C.N.R.E.E., 1992), así como los diversos documentos legales que regulan en nuestro país el procedimiento de elaboración de las Adaptaciones Curriculares Individualizadas que la Administración suele denominar ʺsignificativasʺ, aunque tal vez en nuestra propuesta sí hay una peculiaridad: al entender que la evaluación no es sino una tarea más al servicio del asesoramiento psicopedagógico, sugerimos la participación activa del orientador como colaborador en ese período de ʺprederivaciónʺ, coincidiendo en este sentido con quienes propugnan una concepción constructivista del asesoramiento psicopedagógico (ver, por ejemplo, Monereo y Solé, 1998).

Teniendo en cuenta estas ideas previas, así como algunas otras que hemos expuesto en los capítulos anteriores, podríamos señalar como principios básicos del modelo que propugnamos los siguientes:

a) El proceso de evaluación debe atender, como objetivo básico y prioritario a la aportación de datos, hechos y elementos de juicio que hagan posible la toma de decisiones racionalmente fundamentada acerca del proceso educativo, tal y como señala Kemmis (1988) al definir lo que denomina evaluación como investigación, o reflexión crítica y sistematica, por contraposición a la evaluación como simple medición del aprendizaje  y/o simple contraste de la eficacia de los programas educativos. Investigación que se encamina a la comprensión de la realidad social concreta en la que intervenimos, en toda su complejidad.

b) Consecuentemente, una de las cualidades básicas de la evaluación ha de ser su ʺvalidez ecológicaʺ, es decir, su utilidad en relación con el contexto específico en el que se desarrolla, en el cual y desde el cual han de tener sentido las conclusiones a que llega, lo que es tanto como decir que la evaluación psicopedagógica debe partir del currículo escolar y regresar a él en sus valoraciones.

Ello no implica, no obstante, que no deban tomarse en consideración variables extracurriculares (bien al contrario, la concepción bio-psico-social del aprendizaje que sostenemos nos lleva a afirmar que esas variables son esenciales en la evaluación), sino que se trata de subrayar un principio central: cualquier tipo de dato recabado sólo tiene sentido en la medida en que contribuya a la elaboración de un modelo explicativo de la situación examinada, desde el cual poder tomar decisiones en relación con el currículum que debemos proporcionar al alumno o alumnos de los que nos estemos ocupando.

c) Un nuevo principio, que se deriva de esta última consideración, es el que sostiene que la evaluación psicopedagógica debe entenderse como una actividad técnico-científica, ʺen el doble sentido de que en su ejercicio se siguen los cánones del método científico y de que es una práctica en la que se aplican conocimientos extraídos de la ciencia psicológica básicaʺ (Godoy y

Silva, 1990:65).

Dicho de otro modo, la evaluación psicopedagógica es un proceso de investigación orientado a la elaboración de hipótesis funcionales que relacionen las variables objeto de estudio (el aprendizaje y el desarrollo de los alumnos) con aquellas otras variables biológicas, psicológicas y sociales (en particular, educativas) que, de acuerdo con los modelos teóricos disponibles, influyen sobre ellas (Silva, 1989).

Esto, además de que los datos nunca hablan por sí mismos, sino que ʺles hacemos hablarʺ desde una perspectiva teórica determinada: declararla, hacerla explícita, es el primer paso no sólo para tomar decisiones educativas con sentido crítico, sino para poder más tarde evaluar la evaluación, someter el modelo interpretativo elaborado a un proceso de falsación. Y ello, con independencia del enfoque cualitativo o cuantitativo adoptado en la evaluación, pues en ambos casos deben seguirse ciertos criterios de rigor científico y los usuarios de la información elaborada deben

tener acceso a los presupuestos teóricos y a los procedimientos empleados para llegar a una u otra conclusión, tanto por razones éticas como prácticas (son esos usuarios quienes habrán de transformar las conclusiones del informe psicopedagógico en medidas efectivas de acción educativa).

d) Un cuarto principio que nos parece importante tener en cuenta es que la evaluación, en esta perspectiva, no es ni una evaluación de individuos ni una evaluación de contextos sociales y educativos, sino una evaluación de necesidades (Stufflebeam y otros, 1984; Beatty; 1981, Tejedor, 1990; Alvarez Rojo y otros, 2002).

Evidentemente, evaluar necesidades implica tener en cuenta esos dos tipos de elementos, pero implica también ir más allá de ellos: en sentido estricto, la evaluación psicopedagógica es una valoración de las interacciones entre los individuos y su ambiente social (y en particular educativo), tal y como señala Verdugo (1991).

e) Como ya hemos señalado, también existen múltiples razones para defender que un tipo de evaluación como el que estamos describiendo debe definirse como una actividad compartida y cooperativa en la que profesores y orientadores colaboran en un proceso de adaptación progresiva del currículo a las necesidades educativas del alumnado.

Un proceso en el que no puede olvidarse que, en última instancia, es el propio profesorado quien debe adoptar las decisiones finales (al menos, muchas de ellas): la evaluación psicopedagógica no es el juicio experto que ʺdictaʺ al profesorado lo que debe hacer, sino una actividad encaminada a iluminar la situación de partida, haciendo posible una toma de decisiones más sólida y mejor orientada, lo que exige el mayor grado de participación posible de los diferentes agentes educativos implicados, tanto en la situación inicial como en las eventuales nuevas medidas.

f) Para terminar, digamos que a nuestro juicio la evaluación psicopedagógica debe ser, además de todo lo anterior, una evaluación dinámica en dos sentidos complementarios.

De un lado, sabemos que las necesidades educativas son siempre cambiantes (Tejedor, 1990), y más aún las necesidades educativas ʺespeciales ʺ (Porras, 1998), de manera que la evaluación debe tener un carácter procesual y considerarse siempre provisional, inacabada; de otro, sabemos que el aprendizaje y el desarrollo, tal y como se manifiestan en un momento dado, son la expresión de las interacciones entre el individuo y determinadas características del entorno, de modo que durante el propio proceso de evaluación se debería tratar de modificar activamente, al menos, algunas de esas características, observando a continuación qué cambios se producen en las dos variables dependientes (Alonso, 1992).

Dicho de otro modo, la evaluación psicopedagógica no puede conformarse con observar y describir las cosas ʺtal y como sonʺ, sino que debe introducir cambios sistemáticos en ese estado de cosas inicial, siguiendo algún modelo sistemático, para ir elaborando y probando parcialmente sucesivas hipótesis explicativas, antes de obtener alguna conclusión desde la que proponer cambios de mayor calado

 

3. EL PROCESO DE EVALUACIÓN.

Es habitual en los trabajos sobre evaluación psicopedagógica la enumeración y análisis, más o menos, pormenorizado de las variables que inciden en la evaluación psicopedagógica (Gª Vidal, 1993; Glez Manjón, 1993; Verdugo, 1994, Galvez, 2001...); por el contrario es extraño encontrar una secuenciación temporal de las mismas.

 

3.1. El inicio del proceso de evaluación.

Desde este conjunto de principios y líneas directrices que proponemos como ejes vertebradores de la evaluación psicopedagógica, ésta se nos muestra como parte de un proceso dinámico y cooperativo de solución de problemas que podría describirse, por ejemplo, según el conocido heurístico IDEAL (Bransford y Stein, 1986).

Comenzando por la fase de Identificación, Bransford y Stein la describen como un momento del proceso caracterizado por la toma conciencia de que existe un problema; en nuestro caso, la toma de conciencia de que la enseñanza que estamos proporcionando a un alumno determinado puede no ser la que éste necesita. Podríamos decir, por tanto, que en el caso de la evaluación psicopedagógica la fase de Identificación del problema consiste en la percepción de un desajuste entre las necesidades educativas del alumno y la respuesta que la escuela le está proporcionando.

No obstante, no podemos olvidar que los caminos por los cuales se llega a una evaluación de esta naturaleza son muy diversos en la práctica, desde la propia petición del profesorado encargado de la docencia del alumno hasta la demanda de la familia, pasando por la derivación desde los servicios sociales o sanitarios al ámbito escolar o por la detección de determinados indicadores de riesgo en un proceso colectivo de screening, planteado y llevado a cabo desde un Departamento de Orientación o un Equipo Psicopedagógico.

Con todo, desde nuestro punto de vista, la cuestión no es tanto la identificación del problema como su Definición, ya que definir el problema no es otra cosa que efectuar un análisis explícito y detallado de la situación del alumno y, sobre todo, de los diversos factores que están contribuyendo a que la situación sea esa y no otra, lo que es tanto como decir que la definición del problema es, precisamente, el objetivo fundamental de la evaluación.

En este sentido, todo el proceso de evaluación está orientado a elaborar esa definición, pero precisamente por eso, y en la medida en que nuestras concepciones previas dirigen la elaboración de un modelo explicativo del caso, es importante señalar que desde el mismo inicio de la intervención psicopedagógica el orientador tiene la obligación de detenerse a crear un marco conceptual compartido con el profesorado al que asesora.

Así es, al menos, cuando se tiene una concepción cooperativa de la evaluación y la intervención educativa en general, y psicopedagógica en particular, ya que en los modelos tradicionales de orientación las cosas no se veían de este modo, sino que se entendía que el orientador es un experto externo que, perito en la materia, evalúa y decide qué es lo que se debe hacer, informando luego a los profesores para que éstos pongan en práctica sus expertas recomendaciones, de modo que en esos modelos nunca se dio la importancia apropiada a la tarea que, necesariamente, se deduce de lo que aquí predicamos: el establecimiento de un consenso inicial acerca de los objetivos de la evaluación, del marco conceptual de ésta y de las responsabilidades de cada profesional en ese marco.

La importancia de abordar antes que nada el establecimiento de este marco de trabajo común se comprende fácilmente cuando consideramos que, a veces, es posible que los distintos implicados partan de concepciones opuestas respecto a las causas del desajuste a que antes aludimos y, en consecuencia, respecto a los aspectos a examinar y al tipo de decisiones que se habrán de tomar tras la evaluación, lo que es la mejor garantía de desencuentro si, previamente, no abordamos estas cuestiones (probablemente, el no hacerlo sea la causa del sueño de los justos que tantos informes psicopedagógicos duerman en algún cajón).

Desde nuestro punto de vista, por tanto, el inicio de la evaluación psicopedagógica ha de ser siempre un diálogo entre profesorado y orientador acerca del problema en cuestión, a través del cual este último debe tratar de hacerse cargo de cuáles son las impresiones de los primeros acerca del problema, del modo en que lo están percibiendo y viviendo, de cuáles son sus expectativas respecto a la intervención orientadora, etc., pero no para aceptar todo esto de forma acrítica, sino con el fin de elaborar y “devolver” su demanda en términos que puedan compartirse, y de consensuar los objetivos del proceso a seguir. En caso de que la intervención no se deba a una demanda del profesorado la idea central sigue siendo la misma, sólo que en este caso (al no partir de un problema percibido como tal por los profesores) el orientador debe tratar de hacer llegar a estos últimos las razones por las que se plantea la eventualidad de proceder a una evaluación de esta naturaleza, así como los objetivos que se persiguen con tal medida. Como resultado de todo ello, contaremos con un punto de partida compuesto por un conocimiento parcial del nivel de competencia curricular del alumno y de su estilo de aprendizaje, del tipo de experiencia educativa que se le está proporcionando, y de su experiencia educativa previa.

 

3.2. Fase de evaluación ordinaria.

Desde ese punto de partida puede dar comienzo la evaluación propiamente dicha, que debería centrarse, en una primera fase (coincidente con el período de prederivación o pre-referral al que aludían Reed y Schachter, 1975), en tratar de identificar si es posible un ajuste plenamente normalizado de la respuesta escolar a las necesidades educativas del alumno, sin salirnos de los límites del aula como espacio privilegiado y central de trabajo.

Evidentemente, en esta fase del proceso son contenidos básicos de la evaluación tanto la competencia curricular como el estilo de aprendizaje, pero no considerados de forma aislada ni estática, sino contextualizada y dinámica:

(a) Por “contextualizada” entendemos que es un error analizar el nivel de competencia curricular al modo de la evaluación tradicional, en donde de lo que se trata no es de otra cosa que de elaborar un perfil de logros (o, mejor, no logros) del alumno sin tener en cuenta ni la situación didáctica de esos logros, ni la situación del grupo-clase.

(b) Con el adjetivo “dinámica”, como puede imaginarse, estamos haciendo referencia a la necesidad de examinar no sólo los logros ya alcanzados y más o menos consolidados en el repertorio de aprendizajes del alumno, sino también su competencia potencial, en el sentido que ya conocemos para este término.

Teniendo en cuenta esta doble perspectiva, los contenidos propios de esta fase de la evaluación serían el estilo de aprendizaje del alumno, su competencia curricular “actual”, su competencia curricular “potencial”, el nivel de competencia curricular del grupo clase y los propios procesos de enseñanza-aprendizaje tal y como tienen lugar en el aula, en sus vertientes tanto curricular como organizativa, por lo que el proceso podría describirse como sigue:

· Identificación del estilo de aprendizaje y del nivel de competencia curricular actual del alumno mediante la observación de su trabajo en el aula, la revisión de sus productos escolares, la aplicación de pruebas pedagógicas de ejecución (formales o informales), etc.

· Identificación del nivel de competencia curricular del grupo clase, ya sea mediante los mismos procedimientos anteriores o recurriendo exclusivamente a la utilización de escalas estimativas y pruebas pedagógicas, que se podrían aplicar a todo el grupo clase o sólo a una muestra representativa de los diferentes niveles de logro (es decir, examinando a dos o tres alumnos de los considerados por sus profesores de mejor nivel, de nivel medio y de nivel menor en el área examinada en cada caso).

· Examen de las variables relevantes relativas a los procesos de enseñanza, tanto mediante la observación directa, como mediante la valoración de la  programación de aula y la utilización de cuestionarios, inventarios o escalas. A nuestro juicio, este aspecto debería ser examinado, Conjugando la valoración “objetiva” realizada por el orientador con una valoración subjetiva realizada por los propios profesores sobre su propia práctica (autoevaluación), por ejemplo, empleando cuestionarios semiestructurados en los que se les sugieran aspectos a examinar e indicadores a tener en cuenta para ello.

· Finalmente, valoración de la competencia potencial del alumno mediante la introducción de modificaciones en la práctica educativa seguida hasta el momento y la constatación de las eventuales modificaciones de su actuación que éstas inducen.

Por supuesto, no se trata de llevar a cabo estas tareas en un día, sino de tomarse un tiempo prudencial (por ejemplo, un par de semanas o tres) para completar el proceso; del mismo modo, es evidente que no estamos proponiendo que sea el orientador quien realice todas y cada una de estas actividades, sino que estamos pensando en un trabajo compartido, en donde participan cooperativamente tanto el orientador como los diversos profesores y profesoras que trabajan con el alumno, a partir de un esquema común y del reparto de tareas abordados en la fase previa descrita en el apartado anterior.

En cualquier caso, el cierre final ineludible de esta fase de la evaluación ha de ser una reunión de equipo en donde el orientador presentará sus primeras conclusiones, las discutirá con el equipo docente y, con base en ellas, propondrá determinadas medidas de actuación... entre las que puede estar, por supuesto, la necesidad de profundizar en el estudio del caso mediante nuevos procedimientos (los propios de lo que en su momento denominamos evaluación psicopedagógica propiamente dicha y evaluación multidimensional).

 

2.3. Fase de evaluación psicopedagógica “propiamente dicha”.

Si es el caso y debe procederse a esta última medida apuntada, entraríamos en una nueva fase de trabajo en las que la tarea a desarrollar sería el examen de las eventuales variables del desarrollo que, en función de las conclusiones  previas elaboradas, pudieran resultar relevantes para llegar a una hipótesis explicativa del caso “definitiva”, sobre la que basar una propuesta de tratamiento lo más ajustada posible a las necesidades del alumno y lo más normalizada posible. Y es que, como señalan Blanco y otros (CNREE, 1992: 118-119), “para algunos alumnos con n.e.e. la evaluación basada en el currículo no nos aporta todos los datos necesarios para ajustar la respuesta educativa (...) Será necesario evaluar ciertos aspectos del desarrollo que se prevén alterados o que se supone que los niños adquieren por su proceso evolutivo normal y, por tanto, pueden no estar reflejados en el currículo”.

Aspectos entre los que estos autores destacan los de tipo biológico (datos “médicos”), relevantes para la planificación de la respuesta educativa, los de tipo intelectual, ciertas habilidades funcionales para la manipulación de objetos y la movilidad, el desarrollo comunicativo y lingüístico, la adaptación social del alumno y los aspectos “emocionales”.

Desde nuestro punto de vista, no obstante, la evaluación debe recaer también sobre aquellos aspectos del contexto social y familiar que pudieran estar influyendo de manera significativa en la situación del alumno, y no sólo con el fin de llegar a comprender mejor ésta, sino con la intención explícita de identificar variables sobre las que sería necesario tratar de influir, ya sea mediante la adopción de medidas tutoriales dirigidas a la familia, medidas de “educación compensatoria” en el ámbito escolar, de cooperación o derivación son otros servicios (por ejemplo, sociales y del sistema de salud).

Finalmente, creemos que sería también de gran importancia tener en cuenta el papel que determinadas variables relativas al centro escolar, como institución, pueden estar jugando en la situación actual o pudieran llegar a jugar al tomar nuevas decisiones, pues del mismo modo que el desarrollo y el aprendizaje del alumno están influidos por su contexto socio-familiar, la actuación docente lo está por el contexto escolar global: la organización de los tiempos, espacios y agrupamientos en el centro, la secuenciación de objetivos y contenidos en el Proyecto Curricular, las normas de organización y funcionamiento... son cuestiones que no pueden obviarse.

En cualquier caso, lo que no podemos olvidar en ningún momento es que ninguna de estas variables individuales, sociales, familiares ni escolares es importante per se, sino que deben ser examinadas en la medida en que resulten potencialmente relevantes para el objetivo perseguido, que no es otro que –insistimos- llegar a elaborar una hipótesis explicativa del caso sólida. Del mismo modo, deben recordarse dos cuestiones que, no aparecen como nucleares en otras propuestas, sí que lo son a nuestro juicio:

1. Que este proceso debe finalizar con la elaboración de un informe psicopedagógico escrito en el que el orientador debe presentar de forma sintética tanto los principales hechos observados, como su interpretación razonada (teórica y empíricamente argumentada) de los mismos y las conclusiones prácticas que cree que deben extraerse de ellas, es decir, las líneas directrices que a su juicio debe seguir el tratamiento educativo del alumno, en función de los hechos y conclusiones presentados.

2. Que antes de proceder a iniciar esta fase del proceso evaluativo es necesario ponerse en contacto directo con la familia del alumno y explicarle por qué se ha tomado esta decisión, cuál es su finalidad y en qué va a consistir, en líneas generales.

Respecto a la cuestión del informe, debe añadirse que éste no debe sustituir en ningún caso a la “entrevista de devolución”, cara a cara, que el orientador debe mantener con los demás profesionales para exponer su valoración, conclusiones y propuestas, así como que también deben elaborarse informes ad hoc para la familia y, en su caso, otras instancias implicadas (por ejemplo, la Administración educativa), redactados de forma asequible al destinatario.

En cuanto a la última cuestión, debe decirse además que no se trata de “informar” a la familia de algo que se va a llevar a cabo, sino de solicitar su permiso para hacerlo exponiendo de forma honesta y apropiada los argumentos que avalan tal decisión... Algo que en el caso de los profesionales de la psicología es no sólo recomendable, sino de obligado cumplimiento (Codigo Deontológico del COP, art. 25, 27 y 42).

 

3. LA FASE DE EVALUACIÓN "ORDINARIA".

La evaluación del desarrollo, intelectual, psicomotor o psicoafectivo ha constituido, y constituye aún hoy, el punto de partida inicial y básico, tanto para la determinación de las necesidades educativas de los alumnos, como para organizar la respuesta educativa subsiguiente, cuando sabemos que son muchos los alumnos y alumnas con un nivel similar de desarrollo (p.e., con el mismo CI) que presentan necesidades diferentes y, por tanto, requieren tratamientos educativos diferenciados, al menos en algunos aspectos, así como sabemos que, a la inversa, alumnos y alumnas con notables diferencias en sus niveles de desarrollo presentan necesidades educativas coincidentes en algunos aspectos, con lo que se benefician de medidas educativas similares.

Como consecuencia de todo ello, creemos que los datos relativos al desarrollo no han de ser el punto de partida para la organización de la respuesta educativa, ni la referencia básica para la determinación de las necesidades educativas, sino que deben entenderse como condicionantes (determinantes distales, en la terminología de Feuerstein) cuyo examen habrá de servirnos, sobre todo, a la hora de elaborar una explicación del caso y tomar ciertas decisiones sobre el tratamiento.

Su evaluación sólo parece plenamente justificada cuando, tras una evaluación psicopedagógica ʺordinariaʺ, que incluya el análisis y valoración de la competencia curricular, del estilo de aprendizaje del alumno, el contexto escolar y socio-familiar (elementos coincidentes con los determinantes Próximos),concluimos que aún no estamos en condiciones de generar una hipótesis consistente sobre la situación problemática que ha conducido a la evaluación psicopedagógica.

 

3.1. Examen del nivel de competencia curricular.

Básicamente, la evaluación de la competencia curricular persigue identificar y valorar las capacidades desarrolladas hasta el momento por el alumno, en relación con los contenidos del currículum que en el modelo adoptado en nuestro sistema educativo toma la forma de instrumentos para el desarrollo de capacidades generales formuladas como objetivos de la educación escolar.

Consecuentemente, la valoración de este aspecto entronca con la evaluación del nivel de desarrollo del alumno: los objetivos generales de la enseñanza no universitaria representan, justamente, capacidades de carácter intelectual, motórico, de equilibrio personal, socioa-fectivas y de inserción social, los mismos ámbitos componentes del tópico anterior, en esencia.

De acuerdo con Blanco y otros (CNREE, 1992), este aspecto de la evaluación implicaría esencialmente cuatro actividades:

a) En primer lugar, debe determinarse el conjunto de las áreas curriculares que precisan de tal valoración en profundidad, con el fin de centrarse en ellas. Evidentemente, es una afirmación que se refiere a la actuación del asesor psicopedagógico, dando por supuesto que en el período de evaluación ordinaria el profesor ha abordado esta misma tarea para el conjunto del ciclo de referencia. Como hemos señalado hace un momento, para que este tipo de evaluación no resulte engañosa es preciso realizarla no sólo en relación con nuestro alumno, sino con el conjunto de su grupo (o grupos) potencial de referencia.

b) En segundo lugar, se debe tomar en cuenta la situación de partida del alumno con respecto al currículum real, ya que evidentemente no es la misma la de uno que accede por primera vez a la escolaridad en general, o a nuestro centro en particular, que la del que lleva tiempo con nosotros. Y no lo es, ni por lo que respecta a la información de que disponemos sobre él, ni por lo que respecta a sus propias necesidades (siempre concretas y, no lo olvidemos, relacionadas específicamente con un contexto de referencia).

c) En tercer lugar, el equipo de evaluación debe tomar en cuenta el momento específico en que se realiza la valoración (el momento del curso y el momento en la secuencia general de una etapa educativa, se entiende), ya que se trata de un factor que condiciona notablemente los contenidos ya abordados por el grupo de referencia, las posibilidades organizativas, etc.

d) Por último, aunque no en importancia, el equipo debe considerar muy seriamente en qué medida el referente adoptado para la evaluación (currículum, centro, grupo...) resulta adecuado para una valoración precisa y a fondo, en función de las dificultades concretas que presenta nuestro alumno.

Posiblemente, una de las aportaciones más interesantes del enfoque conductual haya sido la introducción de una perspectiva curricular en esta actividad, al redefinirla en términos de una evaluación basada en el currículo, esto es, de una evaluación que trata de situar específicamente al alumno en el currículo escolar con el fin de posibilitar una instrucción individualizada que maximice el éxito en el aprendizaje (cfr. Salvia y Hugues, 1990), lo que convierte la competencia curricular del alumno en objeto central de la evaluación: “Evaluar la competencia curricular es conocer lo que el alumno o alumna es capaz de realizar con relación a los objetivos y contenidos curriculares de su grupo de referencia. Esa competencia curricular no se refiere sólo a capacidades intelectuales o conceptuales, sino también a las capacidades afectivas, sociales y de equilibrio personal. La evaluación debe informarnos tanto de las debilidades o in-competencias del individuo como de sus potencialidades y competencias” (Verdugo, 1994:212).

Sin embargo, como puede observarse siguiendo la propuesta de evaluación curricular que hacen Carrascosa, Rodríguez y Verdugo (1991), la evaluación de la competencia curricular no puede reducirse, como a veces parece entenderse, a una especie de acta notarial que se limita a la constatación de qué ha logrado el alumno y qué no, sino que debe entenderse como un proceso en donde se enseña activamente al alumno para constatar los efectos de la enseñanza en su nivel inicial de competencia. Concretamente, Carrascosa y otros (1991:9) proponen los siguientes pasos:

1º.Evaluar y situar al alumno respecto a los objetivos del aula.

2º.Seleccionar los objetivos y contenidos a trabajar.

3º.Determinar los tipos de ayuda que se emplearán (evaluación específica).

4º.Hacer un seguimiento durante el proceso de intervención (evaluación formativa).

5º.Valorar las modificaciones ocurridas en el nivel de competencia curricular del alumno como consecuencia de la intervención (evaluación sumativa).

Partiendo de una perspectiva similar sobre la cuestión, tal y como hemos indicado en la sección anterior, nuestra idea es que la evaluación de la competencia curricular tiene en realidad dos aspectos complementarios: la que hemos denominado evaluación de la competencia actual y la evaluación de la competencia potencial.

 

3.1.1. COMPETENCIA CURRICULAR ACTUAL. La obtención del nivel actual de competencia curricular (en adelante NACC) de un alumno es una cuestión relativamente simple, pero en la que conviene tomar una serie de precauciones si queremos que realmente resulte una tarea útil al objetivo final de la evaluación. Por ejemplo, es frecuente en nuestro medio escolar que dicho NACC se evalúe a partir de inventarios de conducta que reflejan los diferentescriterios de evaluación del currículo oficial con dos características que,  a nuestro juicio, son claramente desaconsejables: de un lado, se trata de inventarios elaborados de manera estándar para los diferentes ciclos y niveles de la educación obligatoria e infantil y, de otro, los ítems de tales inventarios están formulados, en general, con un nivel de concreción excesivo (en la línea de la tradición conductual de los objetivos operativos) y suelen adoptar el formato de listas de control que, siendo muy fáciles de cumplimentar, sirven de poco a los objetivos asignados a esta tarea.

El problema fundamental es que la utilización de listas de control con ítems conductuales tiene varias consecuencias negativas, frente a la única ventaja (relativa) de su fácil cumplimentación:

-El carácter limitado de cada ítem lleva inevitablemente a multiplicarlos hasta un extremo que hace su interpretación engorrosa y difícil, con lo que pierden buena parte de su pretendida utilidad.

-La redacción conductual de sus componentes, aunque ciertamente es necesaria en el examen de algunos contenidos, en otros muchos lleva la atención a los detalles, en lugar de hacerlo sobre las líneas maestras del aprendizaje en el área, que son las que nos habrán de permitir luego la toma de decisiones.

-La utilización de listas de control, por otra parte, deja pocas opciones a la matización, de modo que al final casi lo único que se saca en claro es que el alumno presenta una serie de incompetencias, en lugar de obtener un perfil amplio y detallado de sus competencias.

-Finalmente, cuando se busca que el propio profesorado tome conciencia de las limitaciones y potencialidades de su alumno, no parece que lo mejor sea recurrir a un instrumento que se puede rellenar como una quiniela y que presenta las limitaciones anteriores.

Es por todo ello por lo que, en nuestro caso, nos decantamos más bien por una evaluación del NACC con varios pasos:

1º. Elaboración de una guía de evaluación a partir de los criterios generales de evaluación de cada área (en Infantil, puesto que éstos no vienen prescritos, a partir de los objetivos generales de cada ámbito), que incluya indicadores apropiados para cada criterio.

2º. Cumplimentación inicial de un registro de competencias actuales (basado en la guía anterior), a través de una entrevista entre orientador o profesor de apoyo a la integración, y profesor-tutor y de áreas.

3º. Búsqueda de la información sobre el NACC del alumno que, en la entrevista anterior, se ha percibido como ausente.

4º. “Cierre” del registro del alumno con la información recabada en el paso anterior.

5º. Obtención del mismo tipo de información con respecto al grupo-clase (todo un nivel o ciclo, si se cree preciso).

Concretando esta delimitación de la competencia curricular actual de un alumno o alumna en una determinada área de aprendizaje o de conocimiento, podemos continuar con el procedimiento siguiente:

1º. Se toman como referente los criterios de evaluación del ciclo (de cada área) en que se encuentra escolarizado el alumno/a, para lo que puede utilizarse plantillas

En los casos en que aquellos no estén definidos, pueden ʺfabricarseʺ otros referentes que nos sirvan como ʺvara de medirʺ, que, en todo caso, siempre podremos construir a partir de los objetivos y contenidos que son ʺpropiosʺ de un determinado ciclo, de esta manera podemos:

a) Construir criterios ʺestándarʺ ya que, al menos, en los ciclos de la Educación

Primaria, y respecto a las áreas instrumentales, la mayoría de los centros educativos persiguen para sus alumnos y alumnas criterios similares, deducidos de los objetivos generales comunes.

b) Tomar como punto de partida, para ʺmedirʺ, las capacidades generales que persiguen alcanzar la educación básica en sus diferentes ciclos educativos, definiendo a continuación los logros alcanzados por este alumno respecto a esas capacidades.

c) Utilizar como referente los diferentes bloques de contenidos de las distintas áreas, para a partir de ellos definir qué son capaces de hacer los alumnos y alumnas cuando se trata de trabajar con esos contenidos.

2º. Se define para cada uno de esos criterios de evaluación qué es capaz el alumno de realizar. En su caso, tendríamos que definir ʺqué sabeʺ hacer el alumno con los elementos concretos de cada bloque de contenidos.

Es necesario tener muy en cuenta que se trata de definir lo que el alumno es capaz de hacer, no lo que no es capaz de hacer, y ello por una razón muy evidente: nadie puede ser definido por lo que no sabe hacer; y es demasiado habitual que cuando se habla de la competencia curricular de un alumno o alumna en el área de lenguaje se oigan, o lean, cosas como: no tiene nivel lector,no sabe escribir, no resuelve problemas escritos, no calcula. Por tanto, lo que tenemos que intentar definir son sus competencias y no sus incompetencias.

De esta manera, si estamos ante un alumno que sólo conoce algunos de los grafemas de nuestra lengua escrita, ʺsu competenciaʺ será la enumeración de los grafemas que conoce (aunque sólo sean las vocales), y si no se ha iniciado todavía en la lengua escrita no podremos hablar de competencias, y en su lugar, tendremos que extendernos al hablar de sus competencias en lenguaje oral: organización del léxico, conciencia fonológica, comprensión, etc.

3º. Finalmente, y para complementar la información sobre qué competencias posee el alumno, será necesario describir los errores que comete en ʺsu competencia ʺ y los matices que sean necesarios para describir con la mayor precisión posible la competencia curricular en una determinada área.

Y ello, porque pocas veces nos encontramos con que la adquisición de los aprendizajes escolares es una cuestión de ʺtodo o nadaʺ, sino que lo habitual es que nos encontremos con alumnos con dificultades que tienen un ʺdominio ʺ incompleto de los mismos. Así, hasta en el caso extremo de haber definido la competencia de un alumno en términos de ʺconoce las vocalesʺ, sería posible matizar que ʺa veces confunde la a con la eʺ. El proceso que proponemos debería comenzar por realizar un análisis de las  capacidades expresadas en los Objetivos Generales del área y de su relación con los Contenidos de la misma, que es donde aquéllas se concretan, pero al contar con unos criterios de evaluación (prescriptivos) en los que ya se ha sintetizado ese análisis, partiremos de ellos. Así, atendiendo al área de Lengua en Primaria, podemos ver que están organizados de modo que para una serie determinada de capacidades se definen criterios relativos a diferentes tipos de habilidades.

No obstante, cuando examinamos esos criterios es fácil observar que son más bien generales, de modo que un paso recomendable en el proceso previo a la obtención de los datos sería su concreción a través de una serie de “indicadores” relativos a cada uno de ellos, que deberían proceder del conocimiento psicopedagógico sobre la materia en cuestión.

Como puede observarse, al contar con una instrumentación de este tipo el proceso de evaluación de la competencia curricular actual del alumno se simplifica notablemente; de hecho, en el área que hemos tomado como ejemplo, bastaría con comenzar cumplimentando la hoja de registro con la información de que dispone el profesorado (curiosamente, en muchos casos la utilización de este procedimiento lleva a que los profesores tomen conciencia de determinados aspectos relativos al nivel del alumno y a su propia práctica en cuya cuenta no habían caído hasta ese momento) y, a continuación, examinar los materiales elaborados por el alumno en escritura, observar su desenvolvimiento en actividades del aula que implican lectura y aplicar unas sencillas pruebas para contar con un análisis exhaustivo de su competencia en el aula.

Una segunda ventaja de este tipo de herramienta, frente a las listas de control al uso, es que no prejuzga ni cuál es el NACC del alumno ni el de su grupo clase, esto es, que permite examinar todo el repertorio de competencias curriculares con independencia de que el nivel del alumno se encuentre muy por encima o muy por debajo del previsto en la etapa en unos aspectos u otro.

La contextualización de ese NACC con respecto al del grupo-clase, en nuestra opinión, no debe hacerse aplicando “la lista de control de 1er ciclo” o “la lista de control de 2º ciclo”, sino examinando también directamente el NACC del aula a partir de esos mismos criterios, aunque sea mediante procedimientos simplificados.

 

3.1.2. COMPETENCIA CURRICULAR POTENCIAL. Tal y como sugerimos en la sección anterior, aunque habitualmente la evaluación de la competencia curricular se suele reducir al examen del NACC, desde nuestro punto  de vista es importante proceder como sugerían Carrascosa y otros (1991), es decir, añadiendo a lo anterior una enseñanza activa que nos permita ver en qué medida ese NACC se modifica como consecuencia de la instrucción. Más concretamente, creemos que el examen del nivel actual de competencia debe complementarse con una evaluación “dinámica”, de acuerdo con los principios ya conocidos del potencial de aprendizaje y que hemos desarrollado.

Aunque se podría utilizar con esta finalidad cualquiera de los métodos más omenos formales de evaluación dinámica existentes, es también posible utilizar una estrategia informal que, a ser posible, debería guardar una estrecha relación con las posibilidades reales, que luego tendremos, de modificar las tareas ordinarias del aula en forma de adaptaciones curriculares inespecíficas (Gª

Vidal, 1993; Glez Manjón y otros, 1993, Gª Vidal y Glez. Manjón, 2001e). De hecho, nuestra opción es la de trabajar con una estrategia muy básica inspirada sobre todo en los trabajos de Feuerstein sobre el mapa cognitivo y de Das sobre la integración de la información. Presentada muy brevemente, la estrategia consiste en analizar los tipos de actividad de aula en los que se han detectado dificultades desde la perspectiva de los siete parámetros del mapa cognitivo, a los que añadimos la base del conocimiento previo del alumno, para compararlos luego con las competencias que efectivamente hemos observado que posee el alumno. La pregunta clave en el primer momento del proceso es: ¿posee el sujeto las competencias cognitivas, a nivel de funciones, operaciones y conocimiento declarativo, que le habrán de permitir procesar de manera eficiente ese contenido, presentado en esa modalidad y con esos niveles de abstracción y complejidad?

A continuación, se trata de modificar el tipo de tarea inicial para comprobar si, al enfrentarse a tareas con determinados cambios, el alumno puede llevarlas a cabo de forma provechosa y exitosa.

Para realizar las modificaciones partimos de considerar que en cualquier tarea curricular podemos identificar tres elementos, tres vértices de referencia que influyen en el rendimiento y el aprendizaje del alumno al enfrentarse a ella:

(a) los conocimientos previos y el repertorio de procesos y estrategias cognitivas del alumno;

(b) las características propias de la tarea en sí;

(c) las condiciones en que la tarea se puede desarrollar en el aula.

Desde esta perspectiva, está claro que las modificaciones pueden realizarse ya sea manipulando directamente los parámetros de la tarea en sí (su contenido, su modalidad de presentación, sus niveles de abstracción y complejidad), ya sea interviniendo sobre el propio alumno (instruyéndole en estrategias de procesamiento de ese tipo de tareas, mediando su actuación durante la ejecución de la tarea, ...) o, finalmente, modificando las condiciones en que se desarrolla la tarea (agrupamiento, tiempo disponible, grado y tipo de ayudas...), en el sentido que hemos desarrollado en otro lugar (Gª Vidal y Glez. Manjón, 2001b).

Una vez que se han aplicado las tareas modificadas (adaptadas a las características del alumno), el último paso sería contrastar su rendimiento antes y después del entrenamiento, con el fin de hacer una estimación de su potencial y, sobre todo, de tomar nota de cuáles han sido las estrategias de adaptación de las tareas que mejores resultados han dado y cuáles las que no han inducido mejoras significativas, ya que este tipo de información será fundamental en la posterior toma de decisiones.

 

3.1.3. TÉCNICAS E INSTRUMENTOS DE RECOGIDA DE INFORMACIÓN.

A modo de resumen, podemos indicar que las técnicas que pueden utilizarse para la recogida de la información respecto a la Competencia Curricular de un alumno, habrían de estar entre las siguientes:

- Revisión y análisis de los productos escolares del alumno en el área, elaborados en las últimas semanas que nos tienen que servir para situar a ʺgrosso modoʺ el nivel curricular del alumno y observar las dificultades más evidentes.

- Entrevista con el profesor -con el referente de los criterios de evaluación para el ciclo-, tanto para matizar el análisis de los productos como para ampliarlo con información relativa a otras actividades que, por su naturaleza, no quedan registradas.

- Aplicación de pruebas informales que nos permitan realizar un ʺchequeoʺ sistemático de los logros alcanzados, hasta ahora, por el alumno. Para ello nos pueden servir, las pruebas que muchas instituciones educativas poseen para comprobar el nivel alcanzado por los alumnos al finalizar cada curso escolar.

- Aplicación de pruebas estandarizadas, como las pruebas referidas a la lectura, escritura y aprendizajes matemáticos de las Baterías Psicopedagógicas ʺEvalúaʺ (Gª Vidal y Glez Manjón, 1996-2000).

La recogida de información respecto a los logros alcanzados por los alumnos es una tarea en la que psicopedagogo y profesor deben ʺir de la manoʺ, ya que para el primero puede resultar muy costoso, a veces hasta imposible, determinar la competencia curricular de un alumno o alumna en un área de aprendizaje o conocimiento, mientras que suele ser muy fácil cuando se realiza de manera colaborativa con el profesor. La realización de este proceso de manera conjunta, además facilita el compromiso de los profesores respecto a las decisiones a tomar como resultado de la evaluación psicopedagógica, es decir, en relación con el tratamiento educativo subsiguiente.

 

3.2. Examen del estilo de aprendizaje.

El concepto de estilo de aprendizaje es una noción general y no excesivamente bien delimitada, que tiende a superponerse a otras afines como la de los estilos cognitivos y/o estilos de pensamiento, que Fierro (1990: 176) define como «patrones diferenciales de reacción ante la estimulación recibida, de procesamiento cognitivo de la información y, en definitiva, de aprendizaje y afrontamiento cognitivo de la realidad. Los estilos se relacionan con la estructura del pensamiento antes que con su contenido o con su eficacia, y se refieren a cualidades o modos del conocimiento y no a algo así como una cantidad de capacidad o aptitud

Ruíz y otros (1987:30-31) interpretan este aspecto de la evaluación en un sentido aún más amplio, hablando genéricamente de «otros factores significativos » que influyen en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Factores que se concretan en los siguientes:

1. Los diferentes agrupamientos de los que el alumno puede participar en la escuela.

2. Los diferentes tipos de materiales que la escuela puede ofrecerle.

3. Los diferentes enfoques metodológicos y didácticos que la escuela puede ofrecer al alumno.

4. Los intereses y las motivaciones particulares del alumno en relación con el aprendizaje escolar.

5. La forma en que el alumno suele enfocar la ejecución de las tareas escolares.

6. El mayor o menor ajuste del alumno a las condiciones del grupo-clase por lo que se refiere a normas, actitudes, etc.

7. Los canales sensoriales considerados como más adecuados para la recepción de la información por parte del alumno, y los canales motores más o menos útiles para la ejecución de sus tareas escolares.

8. Las condiciones de acceso y uso físico de las instalaciones escolares.

9. El ritmo al cual progresa el alumno en la adquisición de nuevas o más complejas competencias, en relación con los contenidos escolares.

10. Las condiciones más relevantes que el medio familiar y social ofrecen al alumno para su crecimiento personal (expectativas familiares respecto a la escuela y al aprendizaje escolar, etc.).

11. Los elementos ambientales y las preferencias del alumno en relación con estos elementos en el ámbito escolar y de aprendizaje.

12. El nivel de desarrollo operatorio y la estructura cognoscitiva del alumno.

En definitiva, cuando hablamos del estilo de aprendizaje del alumno como objeto de la evaluación, no hacemos sino llamar la atención sobre la relevancia de un amplio conjunto de variables cognitivas, motivaciones, afectividad, psicosociales... que constituyen verdaderos «mediadores» (en el sentido que el paradigma mediacional da a este término) del proceso de enseñanza y aprendizaje, y que revisten una importancia según el caso concreto al que nos enfrentamos, por lo que su valoración en profundidad no puede establecerse con carácter general, sino en función de cada situación particular.

Como señalan Marín y Buisan (1988), la importancia de una valoración adecuada de estas tendencias o preferencias de los alumnos es básica, tanto por sus implicaciones en el proceso de aprendizaje (diferentes estilos condicionan un aprovechamiento también diferente del mismo tipo de propuestas educativas), como por el modo en que afectan a nuestra interpretación del nivel de logro por los alumnos en pruebas diagnósticas. Por ejemplo, un mismo nivel de competencias curriculares parece que debería interpretarse de diferente modo en el caso de un sujeto impulsivo o de uno reflexivo, en particular si se establecieron condiciones de límite temporal en el examen.

Desde nuestro punto de vista, especial atención merecen entre estos factores los relativos a los estilos cognitivos ya comentados antes, y a la estructura motivacional del alumno, con una doble vertiente: por un lado, nos interesa conocer el interés que despiertan en el alumno los diferentes tipos de contenidos, materiales, etc. que se le proponen desde la escuela; por otro, nos interesa aproximarnos a la «estructura motivacional» del alumno.

En relación con este último aspecto, nos interesan diversas variables que han sido exploradas en la investigación psicológica (ver, p.e., Alonso y Montero  1990; Alonso, 1991). Entre ellas podemos citar: la atribución causal, el lugar de control, la motivación de logro, etc. Sin embargo, en la medida en que la motivación no es sólo una variable interpersonal, sino que mantiene una estrecha dependencia respecto al tipo de propuesta que se dirige al alumno, conviene examinarla en relación con la organización motivacional de la enseñanza (Alonso, 1991)

En definitiva, podemos entender el estilo de aprendizaje como el conjunto de condiciones que afectan positiva o negativamente al proceso de enseñanza/aprendizaje  de un determinado alumno. Es decir, que nos interesa detectar, tanto las condiciones que favorecen el aprendizaje, como aquellas que lo perjudican o dificultan.

Y ello, porque en la práctica educativa no siempre es posible cumplir las condiciones más adecuadas, pero si que pueden evitarse, al menos, las condiciones menos recomendables para el aprendizaje de un alumno o alumna.

Para tener ordenado el «puzzle» que constituye las numerosas condiciones que suelen incluirse como parte del estilo de aprendizaje con el fin de facilitar la recogida de información sobre ellas y su posterior análisis y valoración, por lo que proponemos su organización en tres grandes bloques:

a) Metodológicas. Estas condiciones se refieren a los diferentes aspectos didácticos y organizativos que afectan al proceso de aprendizaje; tanto las que se sitúan en el plano del profesor (condiciones físico-ambientales, tipos de agrupamientos, tipos de materiales, métodos y técnicas didácticas, etc.), como las que pueden agruparse respecto al alumno (estrategias

de aprendizaje, tipos de actividades, etc.).

b) Actitudinales (motivacionales y relacionales). El segundo grupo de condiciones se refiere a aquellos aspectos de la enseñanza/aprendizaje que tienen relación con los motivos, intereses y relaciones sociales que condicionan (positiva o negativamente) la situación de enseñanza / aprendizaje, como son: tipo de refuerzos (adecuados e inadecuados), estructura motivacional (se plantea metas a alcanzar), locus de control (interno o externo), contenidos escolares preferidas, intereses, hobby, etc.

c) Cognitivas. Y finalmente, consideraremos un tercer grupo de condiciones, las que tienen que ver con las características del funcionamiento cognitivo del sujeto que favorecen o dificultan los aprendizajes. Estas pueden dividirse en dos grupos: las que tienen relación con el funcionamiento cognitivo (condiciones del input de la información, de su elaboración y de su output): nivel atencional, observación analítica, discriminación estimular, etc.; y las que tienen que ver con el estilo cognitivo (impulsividad / reflexividad, dependencia / independencia de campo, etc.).

Como puede observarse este contenido de la evaluación psicopedagógica hace referencia a una información amplia y compleja, por lo que su recogida y análisis resultan difícil de realizar, por ello, resulta difícil encontrar instrumentos específicos, y adecuados, para dicho fin.

¿Cómo puede evaluarse el estilo de aprendizaje de un alumno? Dado el carácter complejo que tiene este tipo de datos, creemos que es necesario recurrir a técnicas e instrumentos variados que permitan una detección, lo más precisa posible, de las condiciones que favorecen o dificultan el aprendizaje de un alumno o alumna; igualmente, creemos que es conveniente partir de un esquema global, concretado por ejemplo en una plantilla como la que se muestra en los anexos de este volumen, que nos permita registrar de forma ordenada los datos que pudiésemos recoger a partir de procedimientos como los siguientes:

a) Observación directa. Sin duda, los procedimientos idóneos para la recogida de información relativa a condiciones favorables o desfavorables en el aprendizaje son los de tipo observacional, aplicados en el ambiente natural, siempre que hayamos predefinido bien el tipo de variables a las que atenderemos, pero ello no impide que en ocasiones la observación no seani el» mejor» medio, ni el que nos puede proporcionar una información más completa, por muy variadas y complejas razones.

b) Entrevista con el profesor. Esta técnica, imprescindible en la evaluación psicopedagógica para otros fines, nos puede proporcionar una información valiosa en dos sentidos diferentes: de un lado, la relativa a diversas condiciones  el aprendizaje, que de otra manera sería muy costoso para el evaluador; y de otra, nos puede servir de «fuente de triangulación» para la información procedente de otras fuentes (el propio evaluador, alumnos, compañeros, otros profesores, etc.).

c) Escalas y pruebas estandarizadas. Aunque no todos los componentes del constructo cuentan con cuestionarios o tests estandarizados apropiados para su examen, algunos de ellos sí, de modo que podría complementarse y cruzarse la información que nos suministran la observación y la entrevista con los datos procedentes de esta nueva fuente. Especialmente, contamos con materiales para el examen de algunos estilos cognitivos, como es el caso de los clásicos RFT (Rod and Frame Test), o Test del Marco y la Varilla, y EFT (Test de Figuras Enmascaradas, del que existen versiones para niños e infantes) en lo que se refiere al estilo DIC.

d) Pruebas informales. En cualquier caso, las propiedades psicométricas de ese tipo de instrumentos no es tan buena como sería de desear (Forns y Amador, 1995), por lo que tampoco deberíamos despreciar la posibilidad de elaborar nuestros propios instrumentos informales (especialmente, inventarios y escalas para su uso en la observación del trabajo del alumno) y el recurso a los autoinformes del propio alumno, cuando esto sea posible (en particular, en la evaluación de alumnos ya adolescentes).

En resumen, proponemos que el estilo de aprendizaje se valore a partir de un instrumento descriptivo de las diferentes condiciones que influyen en el aprendizaje de un sujeto, seleccionando la información procedentes de diferentes técnicas de recogida de datos, como las que acabamos de mencionar.

 

 

3.3. Examen del contexto de aula.

Aun cuando, si analizamos en profundidad el procedimiento de evaluación de la competencia potencial, podemos observar que en lo ya descrito está presente en cierto modo una evaluación de los procesos de enseñanza, desde nuestro punto de vista es necesario proceder a un examen más detenido de esta última variable, que considere el aula como contexto de los procesos de aprendizaje.

En este sentido, siguiendo al análisis que hacía Warnock (1978) de los diferentes tipos de n.e.e., el aula debería examinarse tanto desde la perspectiva de los recursos personales y materiales disponibles para la educación del alumno, como desde la perspectiva estrictamente curricular y del “clima” de interacciones, a lo que nosotros añadiríamos el examen de algo tan fundamental como la organización del aula  en lo que se refiere a agrupamientos, tiempos, espacios, etc., así como la evaluación de un aspecto a menudo olvidado: la vivencia que tienen de la situación los protagonistas del proceso de enseñanza y aprendizaje, es decir, profesores y alumnos.

Debe matizarse, además, que no se trata de una evaluación en la que el aula se considere de forma aislada, sino que nos interesa específicamente explorar aquellos aspectos que pudieran resultar relevantes desde cualquiera de estas perspectivas complementarias: (a) como condicionantes del nivel actual de competencia del alumno; (b) como elemento potencialmente útil a la hora de tomar decisiones sobre los cambios que deben introducirse en la enseñanza que se le está proporcionando al alumno. Así, pues, serían cuestiones de interés, entre otras las siguientes:

 

3.3.1. ORGANIZACIÓN Y RECURSOS. La organización de tiempos, espacios, grupos y materiales en el aula es uno de los aspectos fundamentales a tener en cuenta al valorar las eventuales n.e.e. de un alumno, ya que actúa como el soporte que hace posible o no una serie de medidas de adaptación de la enseñanza normalizadas. Por eje mplo, el uso exclusivo de actividades de gran grupo e individuales imposibilita al profesor adecuar el grado de dirección y el tipo de ayudas pedagógicas a las necesidades de cada alumno, ya que atender a éstas conlleva en ese marco organizativo desatender al resto de la clase; no incluir tiempos específicos para que cada alumno pueda estar trabajando el mismo contenido pero con actividades adaptadas a su nivel, presentadas en forma de programas de “fichas” (por ejemplo, de ortografía) hace imposible proporcionar a cada alumno el tipo y cantidad de actividades que realmente precisa para avanzar en esos contenidos; no tener los materiales organizados para que cada alumno pueda acceder a ellos sin dificultad (por ejemplo, acceder a su programa de fichas de refuerzo de la mecánica del cálculo cuando termina una actividad grupal antes que los demás) imposibilita que el tiempo lectivo se aproveche completamente;... Y así, sucesivamente.

Deberíamos, por tanto, examinar este tipo de cuestiones de manera detalladay con la perspectiva, sobre todo, de valorar en qué medida cada una de ellas contribuye a hacer posible o no una enseñanza adaptada a la diversidad de necesidades del alumnado, pero también desde la perspectiva de las eventuales necesidades del alumno que estamos evaluando, ya sea desde el punto de vista de la accesibilidad al medio físico del aula (instalaciones y materiales) o de la accesibilidad a las experiencias de aprendizaje que se proporcionan al grupo, es decir, del grado en que la organización del aula le permite participar de las actividades que se desarrollan en ella.

Teniendo en cuenta que este tipo de cuestiones está muy condicionado por los recursos materiales y personales existentes, deberíamos también examinar esta variable; en lo que se refiere a los recursos personales, analizando con especial interés si están o no optimizados (por ejemplo, si existen mecanismos que posibiliten el apoyo entre profesores, tanto directo en las aulas, como indirecto, por ejemplo, a través de la elaboración cooperativa de materiales de clase) y en lo relativo a los recursos del aula teniendo en cuenta su adecuación a las necesidades del alumnado, al tipo de enseñanza que se imparte, su suficiencia o insuficiencia, etc.

3.3.2. ASPECTOS CURRICULARES. Como nos recuerda Blanco (1990), un aula “integradora” precisa de un tipo de currículo que ha de reunir ciertas características particulares, de modo que es necesario evaluar el grado en que el aula en cuestión es más o menos inclusiva en lo que atañe a las decisiones tomadas sobre los elementos básicos del currículo. Así, pues, deberíamos tratar de valorar:

- Con respecto a los objetivos didácticos, si están formulados de manera que definen conductas concretas a lograr por los alumnos o, por el contrario, se formulan con el fin de orientar la acción docente en relación con el desarrollo de las capacidades propias de la etapa, a través de determinados contenidos. Si bien es una cuestión que puede parecer poco relevante en una primera aproximación, no debemos olvidar que los seres humanos actuamos en función de nuestras metas, de modo que no será igual la acción docente del profesor que pretende que todos sus alumnos adquieran una determinada conducta, que la de aquel otro que, simplemente, trata de desarrollar una determinada capacidad a partir de determinados contenidos (evidentemente, cuando hablamos aquí de objetivos no nos estamos refiriendo a los escritos en la programación “oficial” del aula, sino a los que realmente se marca el profesor, coincidan o no con los e scritos).

La cuestión clave, por tanto, es si en el aula examinada se contempla que los diferentes alumnos pueden estar trabajando las mismas capacidades a diferentes niveles de meta, a lo que habría que añadir si en ese aula se trabajan objetivos realmente relacionados con todas las capacidades objetivo de la educación obligatoria o si, por el contrario, en la práctica los objetivos están sesgados hacia determinadas capacidades.

- Con respecto a los contenidos, nos interesan también estos dos aspectos señalados (su diversidad y equilibrio, de un lado, y si se contempla que puedan trabajarse a diferentes niveles, de otro), a lo que deberíamos añadir la necesidad de analizar si la secuenciación de los mismos es más o menos apropiada (por ejemplo, si se han programado linealmente contenidos que deberían trabajarse “en espiral”), si se están trabajando de forma funcional o descontextualizada, si se han organizado globalmente o se trabajan de manera fragmentaria, si existe una priorización que los separe en básicos y opcionales, etc.

- Con respecto al cómo enseñar, nuestra opinión es que los criterios centrales de referencia en la evaluación han de ser dos: el grado en que la metodología seguida permite la participación de todos y cada uno de los alumnos en las actividades docentes, con independencia de sus diferencias de conocimiento, habilidad, etc., y la adecuación de los métodos seguidos en cada caso, al tipo de aprendizaje que se pretende, ya que sabemos que no son los mismos los métodos y estrategias los que conducen a un aprendizaje idóneo de conceptos, habilidades, actitudes, etc. En este sentido, es importante que tratemos de conocer lo mejor posible las características de cada tipo de aprendizaje curricular para, al menos en aquéllos en donde el alumno presenta dificultades, poder analizar con detalle cómo son tratados en el aula y, a la vez, que partamos de un inventario general de las cualidades que deberían poseer los métodos y actividades docentes para ser considerados apropiados desde la perspectiva de su adecuación a la diversidad del alumnado, complementando ambos aspectos con un análisis específico de cómo métodos y actividades del aula interactúan con las competencias curriculares y el estilo de aprendizaje personal del alumno evaluado (cfr. CNREE, 1992; Gª Vidal, 1993; Glez. Manjón y otros, 1993).

- Finalmente, no deberíamos perder de vista la necesidad de examinar también los procesos de evaluación en el aula, tanto en lo que se refiere a la adecuación de los criterios y procedimientos de evaluación a las peculiaridades del alumnado, como en lo relativo a la adecuación de los procedimientos  de evaluación a los tipos de aprendizaje examinados en cada caso y en lo tocante a la existencia de mecanismos eficaces de evaluación inicial (es decir, mecanismos que lleven a la adecuación de la previsión curricular a las necesidades realmente detectadas en el alumnado) y formativa, durante el desarrollo del programa escolar.

 

3.3.3. CLIMA DE AULA Y VIVENCIA PERSONAL DE LA SITUACIÓN.

Desde nuestro punto de vista, tan importante como todo lo anterior es examinar el clima afectivo que se respira en el aula en donde se desarrollan los procesos de enseñanza-aprendizaje, ya que sabemos que esta variable guarda una estrecha relación tanto con la motivación del alumnado como de los profesores y profesoras, y que, en algunas etapas educativas, el principal problema para una docencia de calidad es, precisamente, que la existencia de un clima social inadecuado lleva a perder un altísimo porcentaje del tiempo lectivo en cuestiones relativas al control de la “disciplina”. En este sentido, no obstante, debemos matizar que la cuestión no es tanto detectar si existen o no “problemas de disciplina”, sino tratar de analizar en qué medida la práctica  educativa promueve esa situación o sirve para encauzarla de forma positiva, en términos de aprendizaje de hábitos, actitudes o valores, lo que puede valorarse observando el tipo de interacciones entre iguales y profesor-alumno que predominan en el aula, pero también examinando si existen mecanismos democráticos para la resolución de conflictos en el aula o, simplemente, mecanismos

“de control del comportamiento” (¿represivos?).

Evidentemente, al considerar este aspecto del contexto de aula es fundamental evaluar los planes de acción tutorial, las características de dichos planes y los mecanismos por los cuales se elaboran, se ponen en marcha y se revisan.

En cualquier caso, no quisiéramos dejar de subrayar que, a nuestro juicio, en este aspecto más que en ningún otro es fundamental una evaluación que tenga en cuenta los motivos, valores, percepciones y vivencias tanto del profesorado como del alumnado, ya que es en estas variables y no en otras “objetivas” en las que se fundamenta nuestra acción en los contextos sociales y, por tanto, cualquier posibilidad de cambio del estatus de partida. Y no nos estamos refiriendo sólo a la cuestión de la disciplina, sino a otras muchas, como la propia vivencia que unos y otros tienen de las dificultades de aprendizaje.

Las entrevistas en profundidad, individuales y de grupo, y la observación  participante en el medio nos parecen, por tanto, procedimientos de evaluación  de primer orden a la hora de abordar la valoración del contexto de aula, con independencia de que se pueda recurrir (de hecho, creemos que así debe hacerse también) a escalas de observación, registros anecdóticos, diarios de campo, cuestionarios, etc.

 

3.4. Síntesis valorativa y primera toma de decisiones.

Una vez finalizado el conjunto de exploraciones anteriores, es el momento de hacer un primer alto en el camino para tratar de elaborar una síntesis valorativa inicial del caso, esto es, una primera hipótesis explicativa en la que deberemos integrar de manera significativa los elementos recopilados. Desde un punto de vista práctico, esta primera síntesis debe además concre-tarse en una conclusión final con dos aspectos complementarios:

- Un balance de los puntos fuertes y débiles detectados en el alumno y enel contexto escolar del aula o, si se prefiere, de los aspectos relativos al alumno y relativos al aula que “favorecen” y que “dificultan” el progreso de aquél (CNREE, 1992b).

- Una especificación lo mayor posible de las modificaciones que deberían hacerse en la situación de partida, en orden al progreso del alumno (lo que viene a ser equivalente a una especificación de las necesidades educativas de éste que, en la evaluación realizada, se han detectado como “especiales”).

Creemos que debe quedar constancia documental de la síntesis a que nos estamosrefiriendo, ya sea a modo de informe psicopedagógico, ya sea en forma de un registro más o menos informal que se adjunte al expediente educativo del alumno, ya que pudiese darse el caso de que más adelante los profesionales que han intervenido en el proceso no estuviesen presentes en el Centro.

Este informe debería contar, al menos, con los siguientes elementos:

· Datos de identificación del alumno, grupo de pertenencia y profesionales que han intervenido, además de fechas en que se ha llevado a cabo el proceso.

· Motivo que dio lugar al proceso de evaluación.

· Resumen de las características relevantes del estilo de aprendizaje del alumno.

· Resumen de la competencia curricular actual del alumno y la clase.

· Resumen de la competencia potencial del alumno, con mención expresa de las estrategias de ayuda que mejor y peor han funcionado en este  examen.

· Resumen de las características relevantes del contexto de aula previo y actual del alumno, tanto positivas como negativas.

· Síntesis valorativa efectuada.

· Resumen de las decisiones de cambios examinadas y de las efectivamente adoptadas, tratando de justificarlas argumentadamente.

· Plan de implementación de los cambios y de seguimiento del proceso.

En caso de que se decida que el proceso no ha finalizado, sino que se va a continuar con la evaluación psicopedagógica, los dos últimos apartados no se incluirían en el informe preliminar.

 

4. LA FASE DE EVALUACIÓN PSICOPEDAGÓGICA.

Aunque en la mayoría de los casos de evaluación es más que suficiente una evaluación en la línea que acabamos de describir para poder llegar a conclusiones sólidas sobre la situación y, por tanto, para poder tomar decisiones apropiadas en orden a proporcionar al alumno una enseñanza mejor adaptada a sus necesidades, lo cierto es que no siempre es así, por lo que en ciertas ocasiones nos vemos obligados a llevar a cabo una evaluación psicopedagógica  en toda regla (cuando no una evaluación multidimensional en el sentido más estricto del término).

Así, podemos hablar de una nueva fase en el proceso evaluador cuando, más allá de lo expuesto hasta el momento, precisamos nueva información, perteneciente a otros ámbitos, para poder concluir una hipótesis capaz de explicar el caso, de manera que incluso cuando, como es el caso de la evaluación de los alumnos y alumnas con discapacidades evidentes, esta ampliación del ámbito de la exploración no tiene lugar a continuación, sino simultáneamente a la anterior , creemos que está justificado hablar de 2ª fase, ya que el tema central sigue siendo lo abordado en las páginas precedentes: el objetivo de esta nueva fase no es sustituir a la evaluación de la competencia curricular contextualizada en el aula, sino contribuir a entenderla mejor, de un lado, y explorar la eventual necesidad de proporcionar al alumno servicios complementarios a  los propios del aula ordinaria, de otro. Siendo así, no puede sorprendernos el alto nivel de coincidencia que se da en la bibliografía al respecto cuando se trata de definir cuáles debieran ser los contenidos específicos de tal evaluación (Carrascosa y otros, 1991; CNREE, 1992; Gª Vidal, 1993; Gª Vidal y Glez. Manjón, 1998a; Verdugo, 1994...): el desarrollo psicobiológico del alumno, el contexto social y familiar, y el contexto escolar, entendido ahora en términos de variables de centro.

 

4.1. La evaluación del desarrollo del alumno/a.

La evaluación del desarrollo psicobiológico, entendido, tanto desde una perspectiva de la historia evolutiva, como del nivel actual de desarrollo del alumno (Carrascosa y otros, 1991) ha constituido tradicionalmente el centro de la evaluación psicopedagógica, y es lógico que siga gozando de un papel preponderante en determinados casos, en la medida en que son no pocos los

chicos y chicas en cuya situación juegan un papel determinante ciertas variables de esta índole, si bien la idea actual sobre el modo en que intervienen sobre su aprendizaje dista mucho de la visión determinista tradicional: como tuvimos ocasión de exponer a lo largo del primer volumen, se entiende que las variables psicobiológicas interactúan en un sentido fuerte con las experiencias que provee el medio social a la persona en desarrollo, y es justamente desde esa perspectiva interaccionista desde la que, a nuestro juicio, merece la pena examinarlas.

En cuanto a cuáles sean concretamente las variables de esta naturaleza que merece la pena examinar, Blanco y otros (CNREE, 1992) destacan las de tipo biológico (datos “médicos”) relevantes para la planificación de la respuesta educativa, las de tipo intelectual, ciertas habilidades funcionales para la manipulación de objetos y la movilidad, el desarrollo comunicativo y lingüístico, la adaptación social del alumno y los aspectos “emocionales”. En definitiva, un amplio conjunto de factores que o bien forman parte del propio currículo pero interesa analizar desde otra perspectiva complementaria, o bien se suponen estrechamente relacionados con el proceso de adquisición de las capacidades “curriculares”.

Desde nuestro punto de vista, tales factores quedan bastante bien resumidos en las que la AAMR propone como dimensiones básicas de la evaluación del retraso mental, junto a la evaluación del contexto (Luckasson y otros, 1992): el funcionamiento intelectual, las habilidades adaptativas, los aspectos psicológicos y emocionales, y los factores de naturaleza “física, etiológica y de salud”.

 

4.1.1. EVALUACIÓN DEL FUNCIONAMIENTO INTELECTUAL. Dada la relación entre el funcionamiento intelectual y los procesos de aprendizaje, no cabe duda de que cualquier evaluación de la competencia curricular lleva implícita una valoración del funcionamiento intelectual, de modo que proceder a una evaluación diferenciada del funcionamiento intelectual no parece del todo justificado, en una primera aproximación, salvo que se suponga que existen capacidades intelectivas independientes de la experiencia educativa (por ejemplo, en la línea de la clásica distinción entre una inteligencia fluida y otra cristalizada). De hecho, es esta suposición la que ha justificado tradicionalmente este aspecto del proceso diagnóstico, al considerar la inteligencia como una de las variables más determinantes (si no la que más) del rendimiento académico y del aprendizaje, en general.

Siendo ese el punto de partida, no es de extrañar que, además, hasta no hace mucho se haya dado prioridad a los instrumentos destinados a determinar el nivel de inteligencia, tanto considerado globalmente (ya sea en forma de CI o de cualquier otro índice similar) como desde una perspectiva factorial; sin embargo, de lo que estamos hablando aquí no es de nivel de inteligencia, sino de funcionamiento intelectual, es decir, de lo que podríamos llamar “la inteligencia en acción”... Lo que equivale a decir que son los procesos cognitivos el punto de referencia en nuestro modo de entender la evaluación.

Ello no implica, pese a todo, que defendamos que no se puedan o no se deban emplear los instrumentos tradicionales de medida de la inteligencia; bien al contrario, coincidimos con Rutland y Campbell (1996) en que, una vez decididos a examinar expresamente este tipo de variables, es preferible emplear de forma complementaria tanto herramientas destinadas a un examen de los aspectos más estáticos de la inteligencia, como otras orientadas al examen de sus aspectos dinámicos, pues mientras las primeras nos informan de la estructura general de tales capacidades, tal y como se encuentran en este momento (lo que Vigotsky llamaría inteligencia fosilizada); las segundas nos ponen en la pista de dos cuestiones cruciales, como son los procesos cognitivos del alumno y su grado de modificabilidad cognitiva, de su potencial intelectual.

En cualquier caso, lo que sí nos parece no ya inadecuado, sino absurdo, es emplear tiempo y esfuerzo en una aplicación de instrumentos como la Standford-Binet, las Escalas McCarthy o cualquiera de las escalas de Wechsler (por citar sólo algunos ejemplos representativos) para obtener un índice global de desarrollo, sin más; así, que somos partidarios del empleo de este tipo de instrumentos, pero desde dos perspectivas que, a nuestro juicio, pueden contribuir al objetivo final de la evaluación antes expuesto:

-De un lado, este tipo de instrumentos nos permite obtener un perfil detallado de las competencias cognitivas actuales (en el sentido vygotskiano del adjetivo) del alumno, una especie de retrato robot de sus puntos fuertes y débiles cuando trabaja solo y sin ayudas indirectas frente a una amplia y variada gama de estímulos.

-De otro, al estar formados por reactivos de muy diferente naturaleza y (relativamente) depurados, éstos nos sirven como pequeñas tareas de laboratorio para un análisis que debe ir más allá de los datos puramente cuantitativos.

En relación con estas cuestiones, creemos que un profesional competente no debería nunca conformarse con analizar los resultados obtenidos limitándose a los aspectos que se incluyen en el manual básico de la batería de examen elegida (por ejemplo, a la obtención de los CI global, verbal y de ejecución en el WISC-R), sino que debería buscar información complementaria, como otros análisis factoriales realizados por investigadores distintos al autor, y elaborar sus propias plantillas para un estudio más completo de los perfiles obtenidos.

Asimismo, opinamos que se debería tratar de realizar un análisis detallado de los perfiles obtenidos por el alumno, ya sea poniendo a punto una técnica propia, ya sea siguiendo alguno de los métodos desarrollados al efecto para algunas de las baterías de examen más usuales, como el método de nivel sucesivo para las escalas de Wechsler propuesto por Rabin y McKinney (cfr. Sattler, 1988), o el binetgrama propuesto por Garrido Landívar (1984) a partir de los análisis factoriales de Thurstone-Yela para los datos procedentes de la Binet-Terman.

Más importante aún nos parece, incluso, evitar el que creemos uno de los problemas fundamentales de este tipo de instrumentos: su uso exploratorio, es decir, su aplicación cuando aún no contamos con una hipótesis inicial del problema, ya que la naturaleza “ateórica” de los instrumentos psicométricos tradicionales convierte sus resultados en un campo abonado para cualquier especulación.

Tal y como entendemos la evaluación, el rol de este tipo de instrumentos debería ser esencialmente confirmatorio, lo que equivale a decir que la finalidad que perseguimos con su aplicación es la de poner a prueba y refinar las hipótesis previamente elaboradas (a partir de los datos recabados por otros medios), de modo que cabe tanto su aplicación completa como, lo que es más frecuente, la aplicación de algunos de sus subtest en particular, en función de cuál sea el punto de partida, la hipótesis que se trata de someter a contraste.

Aunque hay que decir que éste es un principio que no consideramos aplicable sólo a los instrumentos tradicionales, sino también a los tests de nuevo cuño que, en los últimos años, se vienen poniendo a punto para el examen de los procesos cognitivos.

Por ejemplo, partiendo de un análisis detallado de la competencia del alumno en las diversas áreas curriculares podemos haber llegado a la conclusión de que, entre los factores que están condicionando su bajo rendimiento cognitivo, se encuentra un déficit más o menos generalizado en la capacidad de conceptualización verbal, y podríamos emplear para comprobarlo pruebas como Opuestos y Formación de Conceptos, de las escalas McCarthy; y Vocabulario, Semejanzas y Casa de Animales de las escalas de Wechsler; del mismo modo que si sospechásemos de una dificultad generalizada en el procesamiento serial podríamos aplicar las escalas correspondientes de las baterías K-ABC, de Kauffman y Kauffman, y/o CAS-Cognitive Assessment System, de Das y Naglieri.

Las baterías orientadas a la evaluación de procesos, no obstante, presentan la ventaja de que suelen estar elaboradas a partir de una teoría explícita, de la que surgen como herramientas aplicadas, de modo que su interpretación puede llevarse a cabo en un marco global en el que cada dato cobra sentido, como es el caso de la batería CAS (Naglieri y Das, 1988), de la que muy pronto contaremos con una adaptación a nuestro país.

En cualquier caso, nuestra opinión es que ambos tipos de evaluación del desarrollo intelectivo del individuo son insuficientes desde la perspectiva evaluadora que aquí defendemos, de tal manera que deberían complementarse con un examen de la capacidad intelectual potencial, ya sea que ésta se lleve a cabo utilizando alguno de los instrumentos expresamente elaborados con esta intención (Fdez Bal lesteros, 2000), ya sea que optemos por una evaluación más informal, que no menos seria, siguiendo el esquema test (las pruebas tradicionales y de procesos ya aplicadas) - entrenamiento - retest, utilizando en la fase de entrenamiento diversos tipos de “mediadores” en la línea que se expondrá dentro de un momento, al hablar de las diferentes fases del procesode evaluación.

 

4.1.2. EVALUACIÓN DEL COMPORTAMIENTO ADAPTATIVO. En lo que se refiere a la evaluación del comportamiento adaptativo, debemos partir de que, tal y como expresara Grossman (1983), este constructo hace referencia a la eficacia del individuo para adecuarse a las normas de independencia personal y social esperadas para su nivel de edad y grupo cultural o, lo que viene a ser lo mismo, a su capacidad para manejar las demandas y oportunidades del entorno en forma activa y efectiva. Se trata, pues, de un conjunto de variables bastante complejo en torno al cual resulta difícil alcanzar el consenso cuando se trata de concretarlas o, especialmente, de determinar cuáles son los procedimientos idóneos para ello:“Ningún instrumento puede incluir todos los comportamientos significativos en este área, aunque hay consenso en que todaescala de conducta debe incluir, como mínimo, las áreas de comunicación, desarrollo físico, autonomía personal, orientación en la comunidad, habilidades ocupacionales, habilidades académicas y personalidad, y problemas de comportamiento” (Vera, 1997:238).

Centrándonos específicamente en la cuestión de la competencia social (algunos de los demás aspectos reseñados los hemos incluido en otros apartados), y más específicamente en los aspectos de dicha variable, relacionados con las interacciones del alumno en el contexto escolar que han demostrado una alta relación con su progreso, siguiendo a Walker, Irvin, Noell y Singer (1995: 455).

Desde nuestro punto de vista, no obstante, la evaluación de este tipo de aspectos no debería reducirse exclusivamente a la constatación de comportamientos directamente observables, en absoluto, sino que debería tener en cuenta de manera central dos dimensiones de la conducta social que nos parecen claves:

-En primer lugar, sabemos que el comportamiento humano no se da en el vacío, sino en un marco social en el cual cobra sentido, de modo que el establecimiento de los repertorios conductuales de tipo social debiera realizarse teniendo en cuenta de forma expresa las circunstancias concretasen que una u otra conducta aparece, tal y como nos ha enseñado el análisis funcional de conducta.

-En segundo lugar, debemos también recordar que nuestra conducta no tiene sólo una dimensión pública y observable, sino que responde a determinados procesos mediadores, por lo que tales procesos han de considerarse como una variable tan importante como los comportamientos explícitos, si no más.

Por ejemplo, cualquiera que haya analizado algún caso en donde haya uncomportamiento desadaptativo en el aula ha podido observar cómo la percepción que profesor y compañeros tienen de las dimensiones reales del problema tiende a sobrevalorarlo, es decir, que su sensación subjetiva es que la conducta disruptiva del alumno X es más frecuente e intensa de lo que realmente observamos que es cuando procedemos a un registro controlado... ¡pero es esta percepción subjetiva la que guía sus reacciones al comportamiento de X, más que dicho comportamiento en sí mismo!

Del mismo modo, el alumno X no reacciona tanto a los estímulos objetivos que le proporciona el ambiente como a la percepción que tiene de ellos, generalmente mediatizada por variables como su sistema de atribuciones, sus creencias explícitas e implícitas, etc, por lo que nos parece que nunca se insistirá lo bastante en que toda conducta desadaptativa, por un lado, tiene un componente comunicativo y, por otro, responde a estímulos encubiertos, a las creencias, motivos y valores de los sujetos implicados en la situación de interacción en donde esa conducta se produce.

Consecuentemente, la evaluación de la competencia social debería tener encuenta de forma expresa el contexto comunicativo y llevarse a cabo mediante técnicas y procedimientos diversos, desde la observación directa en el ambiente natural (formalizada o participante) hasta las entrevistas y autoinformes, pasando por la sociometría de los grupos-clase, los cuestionarios, inventarios y escalas.

Si en la mayor parte de los casos en los que se lleva a cabo una evaluación psicopedagógica, la evaluación del comportamiento adaptativo se puede reducir a los aspectos señalados, cuando se trata de evaluaciones de alumnos y alumnas con discapacidad (especialmente, discapacidad psíquica) suele ser necesario ir más allá, procediendo a un chequeo exhaustivo de sus competencias adaptativas en la práctica totalidad de los ámbitos antes apuntados, lo que suele realizarse mediante la utilización de escalas de estimación que se cumplimentan por diversos informantes cualificados, familiarizados con la conducta del alumno en diversos contextos sociales.

En nuestro país, algunos de los instrumentos más utilizados con esta finalidad en los últimos años son el WV-UAM de Evaluación y Registro del Comportamiento Adaptativo (Martín, Márquez, Rubio y Juan-Espinosa, 1989), que es una adaptación realizada por profesores de la Universidad Autónoma de Madrid a partir del West Virginia Assessment and Tracking System (Cone, 1981), los Programas Conductuales Alternativos –PCA- de M. A. Verdugo (1989, 1995) o el ICAP-Inventario para la Planificación de Servicios y Programación Individual (Bruininks, Hill, Weatherman y Woodcock, 1986), adaptado y validado en la Universidad de Deusto (Montero, 1993, 1996; Montero y Auzmendi, 1993), que han ido desplazando paulatinamente a instrumentos como la Guía Portage de Educación Preescolar (Bluma y otros, 1978). En general, tales instrumentos optan por la utilización de inventarios y escalas cuyos ítems están formulados de forma conductual y cubren una amplia gama de dominios comportamentales. Por ejemplo, el WV-UAM examina seis áreas generales de desarrollo detalladas en diversos dominios específicos cada

una de ellas:

1. Sensorial: Incluye respuestas táctiles, auditivas y visuales.

2. Motricidad: Incluye el examen de la motricidad gruesa y fina.

3. Autonomía personal: Incluye el examen de la conducta alimentaria, laautonomía en la satisfacción de las necesidades fisiológicas, la autonomía en el vestido, el aseo y en el cuidado de sí mismo.

4. Comunicación: Incluye el examen de las pautas de interacción social del sujeto, su lenguaje expresivo y su lenguaje receptivo, desde una perspectiva funcional, pragmática.

5. Habilidades específicas: En este área se examinan las habilidades deocio y tiempo libre, el comportamiento en el hogar y en el ámbito del trabajo, y el manejo de dinero.

6. Examen de los aprendizajes escolares.

En cuanto al ICAP, incluye un primer grupo de comportamientos relacionado con las destrezas motrices, destrezas sociales y comunicativas, habilidades de la vida personal y la conducta adaptativa en la vida, en la comunidad, a lo que añade un área de «problemas conductuales» con los siguientes dominios particulares: conducta auto y heteroagresiva, destrucción de objetos, conductas disruptivas, hábitos atípicos y estereotipias, conducta social ofensiva, retraimiento o falta de atención y conductas no colaborativas.

 

4.1.3. CONSIDERACIONES PSICOLÓGICAS Y EMOCIONALES. Aunque el abuso que se ha cometido en ocasiones (y, a veces, se sigue cometiendo) al tratar de utilizar las variables propias de este ámbito como explicación del tipo de problemas que suele dar lugar a que una evaluación psicopedagógica nos pueda llevar a una actitud crítica con respecto a la inclusión de las variables psicológicas y emocionales en el examen psicopedagógico, no parece lógico excluirlas del mismo. De hecho, creemos que se trata de una dimensión de los problemas de aprendizaje y desarrollo en la escuela que tiene un papel fundamental en ellos, ya sea –a veces- como factor causal, ya sea –más a menudo, nos tememos- como consecuencia indirecta de tales problemas.

Así, pues, las consideraciones psicológicas y emocionales deberían formar parte de la evaluación del sujeto en toda evaluación psicopedagógica, aunque habría que hacer algunas matizaciones.

En primer lugar, debemos tener en cuenta que, en un modelo de educación escolar que pretende ir más allá de la mera instrucción para promover el desarrollo integral de los alumnos y alumnas muchos de los aspectos importantes en este grupo de variables han debido ya ser examinados cuando se llevó a cabo la evaluación de la competencia curricular: el desarrollo de un auto-concepto equilibrado y realista, ciertas habilidades y destrezas psicosociales, etc. forman parte del currículo, de modo que de lo que se trata ahora es, por un lado, de profundizar en el conocimiento de esas características personales y, por otro (y sobre todo), de encontrar explicaciones a ciertas conductas observadas.

En segundo lugar, creemos que existe a veces la tentación de sobrepasar el límite de las competencias atribuibles a la función orientadora cuando nos encontramos con determinado tipo de alumnas y alumnos en los que, claramente, aparecen problemas en este ámbito, olvidando que ante tales situaciones se debería derivar a la persona hacia otro tipo de servicios, no ya por la competencia o no competencia del profesional que ejerce la orientación en esta materia (a menudo, dadas las titulaciones que dan acceso a esta función en nuestro país, un orientador u orientadora puede estar profesionalmente capacitado para llevar a cabo un abordaje clínico), sino porque el contexto de la acción orientadora no parece que sea el más apropiado para tal abordaje: lo más probable es que, cuando se intenta este “doble juego”, al final no se realicen con las debidas garantías ni el abordaje clínico ni la intervención orientadora.

De esta manera, en el marco de la evaluación psicopedagógica la responsabilidad del profesional debe llevar a una valoración en primera instancia que nos permita, de un lado, llegar a entender mejor el caso al que nos enfrentamos y calibrar qué tipo de medidas relacionadas con este ámbito deberíamos integrar en el tratamiento educativo del alumno y, de otro, decidir si es preciso derivarlo hacia un servicio especializado para su evaluación psicológica.

Teniendo en cuenta esta perspectiva, somos de la opinión de que la evaluación de este tipo de variables debería llevarse siempre a cabo por un profesional con una formación psicológica específica; pero, además, teniendo en cuenta que la evaluación de la personalidad en la infancia y la adolescencia reviste especiales dificultades derivadas de la inmadurez biológica del sujeto, los acelerados procesos de cambio y la situación de dependencia con respecto al adulto (Del Barrio, 1997), creemos también que se debería huir de las técnicas de valoración más subjetiva, prefiriendo como alternativa procedimientos e instrumentos más objetivos y con un amplio historial de investigación detrás.

En este sentido, debe tenerse en cuenta que contamos en nuestro país con unamplio “paquete” de instrumentos de evaluación de la personalidad en la infancia y la adolescencia (Silva y Martorell, 1993, 1995), unos desarrollados aquí y otros adaptados a nuestra población escolar, que no sólo satisfacen los dos criterios anteriores, sino que exploran desde variables muy específicas (ansiedad, autocontrol conductual, asertividad, locus of control...) hasta constructos de amplio rango (por ejemplo, socialización): entre ellos encontraremos, sin duda, herramientas más que suficientes para el examen de las variables que nos interesan al objeto de la evaluación psicopedagógica.

 

4.1.4. DESARROLLO FÍSICO Y CONDICIONES DE SALUD. Siendo esta una variable esencial en el proceso de evaluación de las eventuales n.e.e. de un cierto número de alumnos, cuando expusimos nuestro concepto de evaluación psicopedagógica puede recordarse que incluimos este aspecto específico bajo el epígrafe de “evaluación multidimensional”, con el fin de subrayar una idea que nos parece fundamental: la presencia de determinadas características Biomédicas en el presente o en el pasado de un alumno no puede entenderse nunca como una explicación suficiente de sus necesidades educativas, sino tomarse en cuenta como una variable más al elaborar el modelo explicativo del caso.

Evidentemente, no estamos sugiriendo que los aspectos físicos y de salud no sean una variable fundamental a tener en cuenta, o que sus efectos puedan ser despreciables al tratar de entender la situación concreta de un alumno, en absoluto; simplemente, tratamos de subrayar el hecho de que su inclusión en una evaluación psicopedagógica ha de estar orientada a fundamentar nuestro conocimiento del caso, lo que exige relacionar este tipo de datos con los relativos a la experiencia educativa, psicológica y social del individuo en su medio.

Como la propia OMS nos recuerda, las cuestiones biomédicas son el aspectocentral en el concepto de “deficiencia”, pero no en el de discapacidad, que es el que nos atañe en el ámbito educativo; de hecho, como tuvimos ocasión de exponer detalladamente en el primer volumen, en estos momentos no parece tener sentido una aproximación a la discapacidad que no incluya de manera determinante la interacción entre los factores biológicos, psicológico y sociales.

Es, por tanto, nuestra obligación tratar de recabar toda la información necesaria en relación con el desarrollo físico y las condiciones de salud del alumno, cuando sospechemos que están jugando un papel relevante, e incluso promover la realización de nuevos exámenes médicos cuando la información obtenida nos haga sospechar la existencia de alteraciones relevantes para la comprensión y explicación del caso, pero lo es también integrar esos datos en un modelo explicativo global, en su lugar adecuado.

 

4.1.5. EL DESARROLLO DEL LENGUAJE. Como hemos podido ver hasta ahora, el carácter multidimensional del lenguaje hace que su evaluación específica sea sumamente difícil de situar, ya que ciertos aspectos del mismo se contemplan de forma detallada en la evaluación de la competencia curricular (niveles de logro alcanzados en el desarrollo de sus diferentes componentes), otros al examinar el funcionamiento intelectual (papel del lenguaje como herramienta del pensamiento) y otros, al evaluar el comportamiento adaptativo (uso y funciones del lenguaje en situaciones sociales de comunicación).

Finalmente, cuando se consideran las cuestiones relativas al desarrollo físico y el estado de salud del individuo, se examinan también las bases anatómicas, fisiológicas y neurológicas del lenguaje, si es el caso.

Con todo, creemos que en muchos casos la evaluación psicopedagógica debería incluir un examen específico del lenguaje, no alternativo al conjunto de consideraciones anteriores, sino complementario de todas ellas, centrado en el nivel de análisis de los trastornos de esta área que no se ha incluido aún de forma específica: el de los procesos psicolingüísticos.

Si recordamos cuanto se expuso lo relativo al aprendizaje de la lengua oral y escrita, somos de la opinión de que una evaluación adecuada de éste implica tres niveles: comportamental, etiológico y psicolingüístico-cognitivo.

Revisando la descripción de las diversas variables que hemos ido comentandohasta el momento, parece claro que los contenidos de los dos primeros niveles se cubren en general al evaluar la competencia curricular del alumno, el contexto socio-familiar (también, aunque secundariamente, el contexto escolar), el ámbito psicológico-emocional y el desarrollo biológico y estado de salud, pero no ocurre así con los contenidos propios del nivel psicolingüístico.

Consecuentemente, en todos aquellos casos en donde se pueda sospechar la existencia de una dificultad en el desarrollo del habla y/o del lenguaje (ya sea específica o no) sería necesario proceder a un examen de esta naturaleza.

A menudo, ello implica ampliar el conjunto de conductas lingüísticas observadas en otros momentos (obtener muestras de lenguaje en situaciones que no son frecuentes en forma natural, como la repetición de pseudo-palabras, la formación de frases a partir de palabras aisladas o la identificación de una palabra que se ha pronunciado omitiendo algún segmento... por citar sólo algunos ejemplos), pero implica también incrementar las muestras de lenguaje espontáneo sobre las que trabajar y, sobre todo, elaborar hipótesis acerca del tipo de procesamiento que subyace a esas ejecuciones y el examen expreso de los potenciales factores psicolingüísticos, afectados mediante procedimientos específicos.

En lo que se refiere a la ampliación de las muestras de lenguaje con las que  trabajar, sin duda en los últimos años se ha producido un énfasis creciente en la necesidad de recurrir a aproximaciones de tipo dinámico e, incluso, etnográfico (Acosta y otros, 1996) en la evaluación de la conducta lingüística, lo que supone la preferencia por el examen basado en el lenguaje del sujeto en situaciones reales de interacción lingüística, mediante procesos no estandarizados, pero ello no obsta para el uso complementario de instrumentos estandarizados.

De hecho, tenemos a nuestro alcance en este momento numerosos instrumentos de evaluación del lenguaje de muy distinta naturaleza, que pueden prestarnos un gran servicio y que convendría conocer para una evaluación apropiada de esta área de desarrollo.

Algunos de esos instrumentos parten del tipo de componente del lenguaje examinado en cada tarea (es decir, del “nivel comportamental”), como sería el caso de la Prueba de Lenguaje Oral de Navarra, PLON (Aguinaga y otros, 1991), que examina la forma, contenido y uso del lenguaje en niños de 4 a 6 años, la Prueba para la Evaluación del Desarrollo Fonológico Infantil (Bosch, 1983), el Registro Fonológico Inducido de Monfort y Juárez (1989), el Test de Desarrollo de la Morfosintaxis en el niño, TSA, de Aguado (1989) o la Batería de Lenguaje Objetiva y Criterial, BLOC (Puyuelo y otros, 1997), que examina la morfología, sintaxis, semántica y pragmática. Otros, en cambio, se han elaborado a partir de alguna teoría explícita sobre los procesos psicológicos subyacentes a la ejecución lingüística, como sería el caso de la batería EPLA (Valle y Cuetos, 1995), cuyos reactivos están redactados y organizados siguiendo un modelo cognitivo de procesamiento del lenguaje (los hay de procesamiento fonológico, de lectura y escritura, de comprensión  de dibujos y palabras, y de procesamiento de oraciones). En este grupo deinstrumentos podríamos incluir también la batería ELCE (López y Redón, 1 997), generada a partir de la teoría neuropsicológica de Azcoaga, o el procedimiento de evaluación sugerido por Soprano (1997), que supone una aplicación del modelo neuropsicológico de Chevrie-Muller.

 

4.2. Evaluación del contexto socio-familiar

Tal y como señalábamos hace un momento, la exploración del medio social y familiar del alumno o alumna sigue constituyendo un contenido obligado en la evaluación psicopedagógica, en la medida en que entendemos que el aprendizaje y el desarrollo son el producto de la interacción entre la dotación biológica del individuo y sus experiencias en el medio, pero -como hemos dicho ya en relación con la evaluación del desarrollo psicobiológico- no parece que tenga sentido explorar este ámbito con una idea determinista (cuando no exculpatoria de la escuela: si no hay motivos para achacar las dificultades del alumno a sus características psicobiológicas, siempre es posible encontrar algo de qué echar mano en su medio familiar o comunitario).

Desde luego, creemos que esta afirmación no es gratuita, ya que no es raro encontrar informes psicopedagógicos en donde se describen hasta el detalle cuestiones de dudosa relevancia (cuando no sencillamente inapropiadas, por violar la privacidad de las personas y su derecho a la intimidad), al mismo tiempo que brilla por su ausencia cualquier referencia mínima a las circunstancias que caracterizan el medio escolar del alumno: como ya hemos reiterado en estas páginas, la exploración del medio social y familiar ni debe producirse aislando el conocimiento acerca de éste, del análisis del resto de las variables (individuales y escolares), ni debe transgredir el marco de la información estrictamente necesaria para explicar el caso y tomar decisiones de actuación.

Dicho de otro modo, además de impropio, resulta absurdo dedicar tiempo y esfuerzo a la recopilación de detalles del entorno del alumno si éstos no son potencialmente útiles en orden a la finalidad perseguida: comprender, explicar y mejorar el servicio educativo. Además, la información recopilada ha de ser considerada siempre como materia sensible y, por ello, estrictamente confidencial... incluso con respecto a los demandantes de la intervención, si no son los propios padres o tutores legales del alumno, de modo que su comunicación debe estar suficientemente justificada en relación con las decisiones educativas a tomar y ser autorizada por los interesados.

Desde estos presupuestos, y con las matizaciones que en cada caso se deriven de ellos, entendemos que la información social y familiar a obtener en la evaluación psicopedagógica sería relativa a los siguientes campos:

a) Relativa al alumno/a. En primer lugar, nos interesa obtener información sobre cómo el alumno se desarrolla en el medio comunitario, no sólo  en el familiar, por lo que debiéramos interesarnos por:

- Su autonomía en el entorno comunitario.

- Su autonomía en el ámbito del hogar.

- Su comunicación con otros miembros de la comunidad.

- Sus interacciones en el hogar y fuera de él.

- Las actividades a que dedica el tiempo de ocio.

- Su pertenencia a grupos sociales. Etc.

Si se trata de alumnas o alumnos con discapacidad, o en los que sospechamosla posible existencia de ésta, deberíamos solicitar también a los padres información relativa a cuestiones como las pautas evolutivas más importantes que ha seguido en su crecimiento o la eventual existencia de acontecimientos significativos, pasados o presentes (tanto desde el punto de vista psicológico como de salud).

b) Relativa a la familia. En segundo lugar, nos interesaremos por una serie de datos relativos al grupo familiar, en cuanto tal, entre los que podríamos señalar a modo de ejemplo los siguientes:

- Hábitos y pautas educativas, que se proporcionan al alumno o alumna para su desarrollo tanto en el medio escolar como familiar.

- Actitudes y expectativas que tienen los diferentes agentes familiares respecto al alumno y su posible problemática.

- Estructura motivacional empleada con el alumno, en el sentido de si se le plantean metas que el alumno tiene que ir alcanzando de manera progresiva o no.

- Recursos disponibles, que puedan ser usados en futuros «tratamientos educativos» de su hijo o hija. Etc.

c) Relativa al entorno social. El tercer ámbito acerca del cual deberíamos obtener información se refiere a las características del medio comunitario que pudieran estar influyendo en la situación del alumno. Básicamente, se trata de analizar las demandas que realiza sobre el sujeto y las oportunidades que le ofrece o que, potencialmente, podría ofrecer, para tratar de explotarlas en el tratamiento del alumno si fuese preciso.

Como ya hemos señalado, anteriormente, pensamos que la recogida de información en la evaluación psicopedagógica debería comenzar por realizar una entrevista a los padres del alumno o alumna en cuestión.

Asimismo, hemos señalado que la información que debemos obtener debe tener una relación directa con la problemática que afecta al alumno, y por ello no debe recogerse la idéntica información cuando se trata de un caso de dificultades de aprendizaje o de un alumno/a con déficit evidente (en estos casos puede ser muy relevante la información relacionada con las pautas evolutivas seguidas,...).

En cuanto a los procedimientos de obtención de datos, entendemos que debe darse prioridad absoluta a la entrevista familiar (ocasionalmente, se podría entrevistar a otros informantes cualificados), a la observación directa y a los cuestionarios, inventarios y escalas semi-estructurados; en su caso, los datos así obtenidos habrán de ser complementados con el análisis de documentos, como pueden ser los informes de otros profesionales realizados con anterioridad (médicos, asistenciales, evaluaciones anteriores, etc.), los informes sociológicos sobre la comunidad o los catálogos de servicios disponibles.

 

4.3. Examen del centro como contexto.

Frente a lo que suele ocurrir con las dos series de variables anteriores, habitualmente sobrerrepresentadas en la evaluación psicopedagógica, la evaluación del contexto escolar en el nivel del Centro, en su conjunto, suele ser un aspecto ausente por muchas razones, entre las que no es la menos importante las bajas expectativas de modificación de los aspectos que se valoren como inadecuados. Sin embargo, basta con echar un vistazo a cualquiera de los abundantes estudios sobre las dificultades de aprendizaje para comprobar cómo, sin lugar a dudas, el centro es mucho más determinante que, por ejemplo, el medio familiar del alumno (¡afortunadamente para quienes nos dedicamos a la enseñanza!).

Desde esta perspectiva, parece claro que es preciso evaluar el papel que juegael centro, y no sólo por la posibilidad de introducir cambios en el tratamiento educativo del alumno cuyas dificultades han dado pie a la intervención, sino porque en nuestra concepción la evaluación psicopedagógica no es más que un instrumento dentro de una estrategia global de asesoramiento y apoyo al centro escolar, en la que la prevención es tan importante como la “corrección” de los problemas ya presentes: sólo si hacemos un buen diagnóstico de los puntos débiles y fuertes del centro podremos plantear líneas de innovación y cambio a corto, medio y largo plazo de las que se beneficiará no un alumno o un grupo, sino el conjunto del alumnado atendido.

Aunque son muchas las variables posibles a examinar, parece claro que deberían estar relacionadas con los recursos disponibles, con la planificación y desarrollo del currículo (tanto desde una perspectiva horizontal como vertical o longitudinal), con la organización en sus diversas dimensiones (criterios de agrupamiento de alumnos y de asignación de profesorado a cada grupo, organización de los tiempos, de los espacios y de los recursos), con las medidas de orientación y acción tutorial y su “anclaje” en el marco del proyecto global del centro y con el clima social de la institución. En cualquier caso, dadas la naturaleza y finalidades de la evaluación psicopedagógica, entre las diferentes variables relativas a cada uno de esos ámbitos creemos que debiera darse prioridad a las que tienen más que ver con la eficacia docente en general, de un lado, y con la atención a la diversidad, de otro.

 

4.4. Síntesis valorativa final y propuesta de actuación.

Una vez reunida la información pertinente al conjunto de factores comentados en este apartado, como es obvio, llega el momento de proceder a relacionar e integrar el conjunto de datos obtenidos desde el principio del proceso con el fin de pergeñar una hipótesis definitiva (en sentido relativo, claro) sobre el caso para, a continuación, construir sobre ella una propuesta de tratamiento.

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